Señoras y señores, autoridades,
Congresistas:

Estoy contenta de dirigirles un saludo a todos ustedes y de comunicarles algunas ideas sobre el tema del congreso: “Relaciones sociales y fraternidad: �paradoja o modelo sostenible?”

Desde el comienzo del Movimiento de los Focolares el carisma que nos fue donado desde el Cielo nos ha vuelto a revelar que Dios es Amor. Nuestros ojos se abrieron, y a pesar de la guerra que hacía estragos a nuestro alrededor (estábamos en Trento, en 1943) descubrimos que Dios estaba presente en todas partes con su amor: en nuestro día tras día, en los acontecimientos alegres y reconfortantes, en las situaciones tristes y difíciles…

Esta fe profunda y diáfana en Dios Amor inmediatamente hizo nacer entre nosotros, las primeras y los primeros focolarinos, un vínculo nuevo y fortísimo. Nos sentíamos hijas e hijos del Padre que está en el Cielo, y por lo tanto hermanas y hermanos. El mandamiento que Jesús llama “mío” y “nuevo”: “Ámense mutuamente como yo los he amado” (Jn.13,34) nos pareció la síntesis de los deseos de Jesús, y como lógica consecuencia nos prometimos ser su realización y ponerlo como base de nuestra vida.

Así nació un nuevo estilo de vida en la Iglesia, una espiritualidad que es personal y comunitaria al mismo tiempo, adecuada a las exigencias de nuestro tiempo, caracterizado por el incremento de las relaciones interpersonales y por la interdependencia entre los pueblos. Dios, que se nos manifestaba tal y como es: Amor, también se revelaba Amor en sí mismo: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y el dinamismo de su vida trinitaria se nos mostraba como el don recíproco de sí, anulación por amor, total y eterna comunión. En el Evangelio de Juan está escrito: “Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío” (Jn.17,10), entre el Padre y el Hijo en el Espíritu.

Una realidad análoga fue impresa por Dios en la relación entre los hombres. Así como el Padre en la Trinidad es todo para el Hijo y el Hijo es todo para el Padre, me pareció entender que yo también fui creada como un don para quien está cerca de mí, y quien está a mi lado es un don para mí. Por eso la relación entre nosotros es amor, es Espíritu Santo; es la misma relación que existe entre las personas de la Trinidad.

Sumergidos en esta luz hemos visto que aquí, en esta tierra, todo está en relación de amor con todo, cada cosa con cada cosa. No siempre, o pocas veces, nuestra racionalidad o nuestra sensibilidad son capaces de captar esta verdad. A menudo somos capaces de ver solamente una parte de la realidad, y se ponen más de relieve las relaciones sociales difíciles, caracterizadas por las contradicciones y los conflictos. Y resulta arduo, sobre todo en la compleja sociedad actual, encontrar relaciones de armonía, de comunión.

Nuestro carisma nos ha indicado que la fraternidad, un principio espiritual que al mismo tiempo es una categoría antropológica, sociológica, política… es capaz de provocar un proceso de renovación global en la sociedad. El amor fraterno establece en todas partes relaciones sociales positivas, apropiadas para que la humanidad en su conjunto sea más solidaria, más justa, más feliz.

Nuestra experiencia de más de 60 años nos dice que estas relaciones fraternas, vividas ya sea en lo cotidiano de la vida personal, familiar y social, como en la vida de las instituciones políticas y de las estructuras económicas, liberan inesperados recursos morales y espirituales. Son relaciones nuevas, cargadas de significado, que provocan iniciativas muy diversas, que crean estructuras a beneficio del individuo y de la comunidad.

Teniendo como base esta experiencia, por tanto, se puede afirmar que la fraternidad universal no solamente no es una utopía, un deseo hermoso y augural pero irrealizable, sino que más bien es una realidad que cada vez más se abre camino en la historia. Se podría objetar que el contraste y el conflicto están presentes a todos los niveles de la vida relacional de las sociedades humanas. Esto sin duda es una consecuencia y un fruto del misterio del mal que nos afecta personalmente y en nuestra vida social .

Pero nuestro carisma, ya desde el comienzo, nos ha indicado una clave de comprensión de este misterio, y con ella el modelo para superar toda falta de unidad: Alguien que recompuso la unidad entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí. Es Jesús que en la cruz grita “Dios mío, Dios mío, �por qué me has abandonado?” (Mt. 27,46; Mc.15,34). En ese dolor desgarrador de un Dios que se siente abandonado por Dios está escondido, asumido y transformado en amor cada dolor, cada sufrimiento, cada desunión.

En efecto, Jesús vino a la tierra a ofrecer su vida para que todos sean uno (Ut omnes unum sint). Jesús en su abandono pagó para alcanzar esta meta. Ahora Él nos pide que le demos una mano para realizarla. Les deseo a todos los aquí presentes que en estos días puedan construir relaciones verdaderas de fraternidad, para que el esfuerzo intelectual sea sostenido por una auténtica experiencia de vida comunitaria.

Que María, la Madre del Amor Hermoso -Ella que fue la primera en aprender de su Hijo el mensaje de la fraternidad universal, Ella que fue a casa de Isabel para ayudarla y servirla en sus necesidades, Ella que como verdadera “persona social”, con el Verbo hecho carne y con sus discípulos, creó una familia en la cual el amor unía, crecía, circulaba y se derramaba sobre todos- conduzca e ilumine este Congreso.

En el amor fraterno

Chiara Lubich

Comments are disabled.