Trabajo para las Naciones Unidas en una agencia que tiene su sede general en Roma y oficinas en más de 80 países. Somos la más grande agencia de ayuda alimenticia del mundo. Trabajamos ya sea para países en vías de desarrollo que para aquellos lugares donde hay o ha habido calamidades naturales o crisis generadas por el hombre, como las guerras.

El lugar donde transcurro mi jornada de trabajo es un ambiente multiétnico, multiracial, multilingüístico, multireligioso. Cotidianamente trato de mantener una actitud de acogida hacia los demás, recordando a mí mismo que para Dios nadie es extranjero, y esto me hace estar atento a las necesidades de quien se encuentra en nuestro país como huésped, o de quien, más en general, se encuentra en necesidad.

Al inicio del invierno circulaba en el correo electrónico una solicitud de una estufa de kerosén para una familia no lejana de donde yo vivo, que tenía dificultades económicas y vivía en una casa pequeña y sin calefacción.
No permanezco indiferente ante cierto tipo de solicitudes: tengo la impresión de que me miran directamente, sobre todo cuando me doy cuenta de que realmente puedo hacer algo. Por lo tanto leí el anuncio y lo memoricé.

La sorpresa llega al día siguiente: abro la computadora y encuentro, en una página de anuncios de compraventa privados del personal de la organización donde trabajo, un anuncio en el cual un colega francés ponía en venta una estufa de kerosén por 130 euros. ¡Un objeto que es bastante inusual encontrar en esa página! Me parece una respuesta a la solicitud del día anterior… Enseguida pienso que ese anuncio, dirigido a todo el personal (somos más de mil), en realidad es para mí.

Espontáneamente propongo a los colegas de dar un pequeño aporte, explicando la finalidad… muy pronto se sienten involucrados en esta acción, que se vuelve de todos. En media jornada recogimos 85 euros. Pero como Dios no deja de sorprendernos, al día siguiente cuando llamo al colega y le expongo la cosa, me dice que en este caso me cede la estufa no por 130 sino sólo por 50 euros. Teniendo en el corazón el cuidado de dar un servicio completo a quien estaba esperando, cuando se trata de comprar una lata de combustible, me dicen que ¡cuesta precisamente 35 euros!

Una experiencia diferente pero significativa la hice con K., un colega de Nigeria, de religión musulmana. Llegó a mi oficina hace algunos años. Enseguida se instauró una buena relación entre nosotros y en los momentos de pausa no pocas veces nos encontramos hablando de nuestra experiencia espiritual, que tiene como base el profundo respeto de la cultura del otro. Así éste se siente “entendido y acogido en su diversidad y libre de expresar toda la riqueza que lleva en sí”.

Hace dos años K. fue transferido a Sudán, un país 97% musulmán, y desde allí sigue nuestra relación por e-mail. El año pasado, a las 6 de la mañana del día de Pascua, sonó el teléfono: «Hello my dear friend! Happy Easter to you and your family!». Eran sus augurios de Pascua para mí y para mi familia. Mutuos y recíprocos augurios han sido los míos, deseándole un buen inicio y una buena conclusión de sus Ramadán.

Recientemente K. fue transferido a Uganda. Yo puntualmente le escribí felicitándolo por esta nueva experiencia laboral. El mes pasado tuve la oportunidad de hablarle por teléfono y después de varias comunicaciones técnicas de trabajo, concluí preguntándole cómo se sentía en el nuevo contexto y si había encontrado en los alrededores una mezquita donde rezar.

Me agradeció por mi atención puntual y me confió el momento que estaba viviendo de ambientación en este nuevo país en su mayoría cristiano. A distancia nos une el deseo común de vivir la “regla de oro” del “haz a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti” que nos hace capaces de seguir yendo al encuentro del otro, sin importar su pueblo de pertenencia.

(T.T. – Italia)

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