«Estuvimos en Viena. Visitamos a grupos de prófugos: El mundo verdaderamente sintió la tragedia de ese pueblo y corrió en su ayuda. Los prófugos, de hecho, pudieron tener muchas cosas: alimentos, dulces, ropas, refugio, cortesía, y sobre todo un respiro de libertad.
Uno de nosotros se acercó a un muchacho de diez y seis años. Aún tenía su pistola. Había sido herido en un combate y se mostraba orgulloso de haber matado a diez y seis. Pero cuando nos interesamos por él más profundamente, comenzó a llorar y expresó su deseo de volver a ver a su mamá. Se le preguntó si conocía a Dios. Respondió decididamente que no. Después continuó diciendo que había escuchado blasfemar tanto a su madre como a su padre y, como había sido educado de esta manera, se habría sorprendido que la madre lo hubiese invocado al comienzo de los desórdenes en Hungría. De todas maneras para él Dios no significaba nada. Tanto para él como para muchos, muchos otros jóvenes que hemos encontrado.
Fue frente a esta anulación del nombre de Dios, en aquellas almas, que comprendimos de manera nueva y más profunda por qué el Santo Padre había gritado: “¡Dios Dios, Dios!” “Dios los ayudará, Dios será vuestra fuerza. ¡Dios! ¡Dios! Resuene este inefable nombre, frente a cada derecho, justicia y libertad, en los Parlamentos, en las plazas, en las casas y en las oficinas…” (Radiomensaje de Su Santidad Pio XII del 10.11.1956).

Ha habido entonces una sociedad capaz de borrar el nombre de Dios, la realidad de Dios, la providencia de Dios, el amor de Dios del corazón de los hombres. Debe existir una sociedad capaz de volverle a dar su puesto. Dios está, Dios está, Dios está. No sólo porque lo creemos, sino porque, quisiera decir, Lo vemos: pero.. ¿quién ha hecho esta bellísima tierra, quién ha fijado las estrellas en el cielo, quién nos ha dado un alma que siente y distingue el bien del mal, quién nos ha creado?

¡Dios quiere que se salva a El en la humanidad y a la humanidad por El!

Es necesaria gente que siga a Jesús como quiere ser seguido: renunciando a sí mismos y tomando su cruz. Que cree en este arma: la cruz, más potente que las más potentes bombas atómicas porque la cruz es una abertura en las almas, mediante la cual Dios entra en los corazones de Sus hijos y los hace atletas.

Es necesario hacer un bloque de hombres de todas las edades, razas, condiciones, ligados por el vínculo más fuerte que existe: el amor recíproco que nos dejó el Dios humanizado moribundo, como testamento, ideal supremo e insuperable fuerza. Amor recíproco que funde a los Cristianos en una unidad divina indestructible a los ataques de lo humano y del mal, la única que puede oponerse a la unidad provocada por el interés, por motivos de esta tierra, por el odio.

Amor recíproco que significa: hechos concretos, proyección de todo nuestro amor hacia los hermanos por amor de Dios. Es decir, son necesarios discípulos de Jesús, auténticos en el mundo, no sólo en los conventos. Discípulos que voluntariamente Lo sigan, impulsados solo por un iluminado amor hacia El. Gente que esté dispuesta a todo. Un ejército de voluntarios, porque el amor es libre.

Es necesario edificar una sociedad nueva, renovada por la Buena Nueva siempre antigua y siempre nueva, donde resplandezcan con el amor la justicia y la verdad. ¡Una sociedad que supere en belleza y en concreción a toda otra sociedad, que sea el sueño hecho realidad por los hombres para los hombres, que sea donada por Dios a Sus hijos que Lo reconocen y Lo adoran como Padre!

Una sociedad que testimonie sólo un nombre: Dios. Porque como a aquel prófugo húngaro no le bastaba la libertad, no le bastaba el pan, sino que le era necesaria su madre (pues se trata de regresar a lo puro que da la naturaleza, primer escalón hacia el Creador), de igual manera para cuantos están diseminados en el mundo y creen en el triunfo de ideas aparentemente bellas, pero amenazadas en su base por el ateismo, es necesario el don de Dios. Dios sólo puede colmar el vacío cavado durante tanto años».

Chiara Lubich

(Publicado en Città Nuova del 15/1/1957)

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