Durante casi 11 años fui fiscal, especializada en antinarcóticos, en Colombia. Tuve que seguir numerosos casos contra el crimen organizado, con el 98%, de resultados positivos. Siempre fui consciente que, cada delito toca la vida de un hombre, de una familia, y que por lo tanto exigen respeto, amor, consideración; a pesar de la gravedad, penalmente relevante, de los actos cometidos.

Me sentía feliz en una tarea que me daba la posibilidad de hacer una experiencia continua con Dios, y realizada, personal y profesionalmente, además de tener una cierta seguridad económica. Contaba, también con un excelente equipo de trabajo: expertos investigadores con grandes valores humanos y profesionales.

Pero la corrupción trataba de infiltrarse, más que nunca, en todos los ambientes públicos de la justicia. Mi actuar radical y recto arrastraba a todo el grupo de trabajo; por esto las investigaciones se realizaban con pleno respeto de la ley.
Un día “tocamos” a alguien que se consideraba intocable. El ofrecimiento no se hizo esperar: varios millones, que podrían dar serenidad a nivel económico. No podía, ni quería ceder, pero tampoco podía seguir como si nada hubiera pasado. Desde ese momento muchas cosas cambiaron para mí; en el trabajo, en la familia y en la vida cotidiana.

Frente al rechazo de la oferta, llegaron numerosas amenazas, presiones por parte de los superiores y finalmente la carta de despido, junto con uno de mis mejores investigadores que, como yo, no había cedido a la corrupción.

Probé mucha amargura en el corazón, desconfianza y desilusión. Vivía sola con mis dos hijos porque mi esposo me había abandonado. Mirando a mis hijos, indefensos, pensé que todo lo que Dios permite es para nuestra santificación. Sentía que estaba pagando el precio por permanecer en el camino justo. De acuerdo con ellos nos propusimos reducir todos los gastos. Estábamos serenos porque teníamos la certeza del amor inmenso de Dios.

Pedí a Dios la fuerza necesaria para perdonar a quienes me obligaban a cambiar el tenor de vida que había tenido hasta ese momento. Esforzándome en vivir “una amnistía completa en el corazón”, encontré la verdadera felicidad y la fuerza para recomenzar. Con el dinero que quedaba de la liquidación y algunos ahorros, compré una buseta escolar. Mi primer turno, como conductor, iniciaba a las 4:45 de la mañana para transportar niños a diferentes colegios.

Me costaba pasar por los lugares donde sabía que podía encontrarme con mis antiguos colegas o superiores. Rápidamente circuló la noticia que la “fiscal”, llamada la “dama de hierro”, trabajaba como conductor” algunas burlas y comentarios desagradables llegaron a mis oídos.

Después de casi un año, un profesional que conocía, me pidió que le colaborara en la preparación de un trabajo para la Oficina de la ONU contra las drogas. Esto me permitió entrar nuevamente en el campo de mi especialización, aún con una mínima retribución, colaborando con personas de toda América Latina y del Caribe.

El Organismo internacional apreció mi profesionalidad y seriedad y me asumió con un sueldo digno. Ahora estoy también capacitando a mis colegas de la Fiscalía. Al comienzo, conociendo el modo poco correcto de actuar de algunos y las apreciaciones hacia mí, tenía temor de enfrentarlos. Le pedí a la Virgen que me diera la humildad necesaria para olvidar el pasado y no juzgar. No ha sido fácil pero siento muy fuerte el amor de Dios por mí y por mi familia.

(D. L. – Colombia)

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