Chiara M. anota en su diario de hace algunos años: «Tropiezo en esta oscuridad dolorosa, solitaria y de lágrimas del alma, lanzo un alarido silencioso que supera ilimitadas galaxias, orientadas a lo alto en un eco sin fin. ¿Pero dónde estás? ¿Por qué no hablas? ¿Qué estás haciendo mientras grito mi dolor, mi impotencia, mi soledad? Aprieta los dientes, me decía, y cree, a pesar de todo. Cree más allá de lo increíble, de lo imposible, perder todo. Nada, no tiene que quedar nada. Sentí llorar mi alma. No me ha quedado nada, una nada colmada por el todo, sólo Dios”.

Al terminar los estudios empecé a trabajar en el hospital de mi ciudad, Trento, en el norte de Italia, como enfermera profesional. Me gustaba todo: viajar, tocar la guitarra, fotografiar, leer, estudiar lenguas, conocer pueblos y culturas diferentes, escalar montañas, o contemplar el mar, cantar alrededor de una fogata, o hechizarme delante de los juegos de luz que dibuja el sol entre las hojas de un bosque. Había programado ir a Fontem, en Camerún, nuestra ciudadela, para enriquecerme, porque quería ampliar mi bagaje cultural y humano.

Solo que no había calculado  lo imprevisto. Debido a un fármaco tuve una reacción violenta, inexplicable, tanto que tuve que ser hospitalizada enseguida en mi mismo reparto. Allí empezó un calvario hecho de exámenes, internaciones, viajes a varias ciudades, hospitales diferentes, curas o tentativas de curas de todo tipo, esperanzas, expectativas, desilusiones, impotencia, pero sobre todo mucho, muchísimo dolor que ni siquiera la morfina podía eliminar, que nunca logró eliminar.

Mi demolición física comenzó lentamente y continúa constantemente en un desgranarse cotidiano. Recuerdo el momento en que guardé por última vez mi guitarra en la funda. Lloré porque intuía que de veras era la última vez. Las manos me hacían demasiado mal y sabía que cada empeoramiento era sin retorno. En otra ocasión, a causa de un gravísimo error médico, corrí el riesgo de perder una pierna. Y allí de veras, sola no hubiera podido superarlo. La frase de una amiga de ideal me ayudó a no ahogarme en una desesperación total. «Tú sabes qué es este dolor. Lo llevamos juntas; pero si tú no logras, no te preocupes, lo llevamos nosotras por ti”. Y allí, la realidad que yo tenía en mi cuerpo no cambiaba, pero advertí dentro la fuerza de la unidad.

Hubo momentos en los cuales fue terrible decir que sía Dios. Sí a perder el trabajo que quería muchísimo, sí a encontrarme definitivamente sobre esta silla de ruedas. Si uno piensa, es de locos decirle que sí, constante, tenaz, continuamente. Es de locos caer en el vacío, confiando únicamente en Él, darle via libre, dejarlo actuar.

Y sin embargo, paradójicamente, cada aparente caída en el vacío, en la oscuridad, se convierte en una zambullida en la luz; y mi socio no deja nunca de sorprenderme. Sabes, hace un año también me dio la posibilidad de escribir un libro que se llama «Cruel, dulcísimo amor», donde yo resumo esta experiencia. Y cada día recibo email, cartas de personas que se abren a mí, que se confían, y también vuelven a esperar, gracias a este sí radical que yo le digo a él, a mi socio.

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