“Corramos resueltamente al combate que se nos presenta.
Fijemos la mirada en Jesús.”

La vida de los cristianos a los cuales está dirigida esta Carta a los Hebreos sabe de pruebas y sufrimientos. A veces rozan el desaliento: ¿por qué no elegir un camino más fácil, por qué no claudicar?

En cambio, el autor del escrito invita a proseguir por el camino emprendido. Es difícil, cuesta, pero vivir el Evangelio conduce a la plenitud de la vida. Es más: anima a los cristianos a correr y a permanecer firmes aún bajo el peso de los padecimientos.

Como un atleta, también cada uno de los que decidimos seguir a Jesús necesitamos perseverancia para llegar a la meta, es decir: esa resistencia, esa capacidad de mantenernos en marcha que proviene de la convicción de que Dios está con nosotros, y de la decisión firme de querer llegar hasta el final.

Pero, sobre todo, se nos invita a mantener la mirada bien fija en Jesús, que nos ha precedido y nos guía. El, en efecto, especialmente cuando en la cruz se siente abandonado por el Padre, es el modelo del coraje, de la perseverancia, de la resistencia: supo permanecer firme en la prueba y volvió a confiarse en las manos de ese Dios por el cual se sentía abandonado.

“Corramos resueltamente al combate que se nos presenta.
Fijemos la mirada en Jesús.”

Chiara Lubich habla con frecuencia del Jesús que afronta con coraje, sin claudicar, la prueba más grande: es el modelo de nuestra carrera y de cómo superar las pruebas. Cada uno de nuestros dolores o pruebas de la vida ya ha sido asumido como propio por Jesús en su abandono en la cruz.

Dejemos que sea ella misma la que nos indique cómo mantener la mirada fija en él. “¿Nos asalta el miedo? Acaso Jesús en la cruz, en su abandono, ¿no parece casi invadido por el miedo de que el Padre se haya olvidado de él?”

Cuando nos invade el desaliento, el desconsuelo, podemos mirar nuevamente a Jesús, que en ese momento “parece sumergido bajo la impresión de que en su pasión falta el aliento del Padre, como si estuviera perdiendo el valor de concluir su dolorosísima prueba (…). ¿Las circunstancias nos llevan a estar desorientados? Jesús, en aquel tremendo dolor, parece que ya no comprende nada de lo que le está sucediendo, puesto que grita ‘¿Por qué?’ (…) Y también, cuando nos sorprende la desilusión o nos sentimos heridos por un trauma, por una desgracia imprevista, por una enfermedad o por una situación absurda, podemos siempre recordar el dolor de Jesús abandonado que vivió personalmente todas estas pruebas y otras mil más”2.

En cualquier dificultad que tengamos, él está a nuestro lado, dispuesto a compartir con nosotros cada dolor.

“Corramos resueltamente al combate que se nos presenta.
Fijemos la mirada en Jesús.” 

¿Cómo vivir esta Palabra? Fijando la mirada en Jesús y acostumbrándonos a “llamarlo por su nombre en las pruebas de nuestra vida. Entonces le diremos: Jesús abandonado-soledad, Jesús abandonado-duda, Jesús abandonado-herida, Jesús abandonado-prueba, Jesús abandonado-desolación…

Al llamarlo así, él se sentirá descubierto y reconocido detrás de cada dolor y nos responderá con más amor y, al abrazarlo, se convertirá para nosotros en nuestra paz, nuestro consuelo, la valentía, el equilibrio, la salud, la victoria. Será la explicación de todo y la solución de todo”3.

“Corramos resueltamente al combate que se nos presenta.
Fijemos la mirada en Jesús.” 

Eso fue lo que le sucedió a Luisa cuando, hace unos años, encontró el comentario de esta Palabra de Vida. Ella misma cuenta: “La terrible noticia me cayó sin previo aviso: mi hijo mayor, de 29 años, había sufrido un accidente en la ruta y estaba gravísimo. Corrí al hospital con el corazón en la boca. Mi hijo estaba allí, inmóvil, ausente. Estaba desesperada. En esos días de espera angustiosa entré por casualidad en la capilla del hospital y encontré la Palabra de Vida que me invitaba a fijar la mirada en Jesús abandonado. Me detuve a leerla atentamente. Sí, me dije, habla precisamente de mi prueba… La sala de reanimación, ya sin esperanza, dejó de ser un martirio: fue un vínculo con el amor de Dios. Y fui capaz, estrechando la mano de mi hijo, de rezar por él que me dejaba. Murió, pero nunca lo sentí tan vivo”.

por Fabio Ciardi y Gabriela Fallacara

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