Jesús, rodeado por la multitud, sube a la montaña y proclama su célebre discurso. Sus primeras palabras, “Felices los que tienen alma de pobres, los pacientes…”, muestran enseguida la novedad del mensaje que ha venido a traer.

Son palabras de luz, de esperanza que Jesús trasmite a sus discípulos para que sean iluminados y su vida adquiera sabor y significado. Transformados por este gran mensaje, son invitados a trasmitir a su vez a otros las enseñanzas recibidas y convertidas en vida.

“El que cumpla y enseñe (estos mandamientos), será considerado grande en el Reino de los Cielos”

Nuestra sociedad necesita, hoy más que nunca, conocer las palabras del Evangelio y dejarse transformar por ellas. Jesús tiene que poder repetir nuevamente: nos se irriten con sus hermanos; perdonen y se les perdonará; digan la verdad a tal punto que no tengan necesidad de hacer juramentos; amen a sus enemigos; reconozcan que tienen un solo Padre y que son todos hermanos y hermanas; todo lo que quieran que los demás hagan por ustedes, háganlo ustedes por ellos. Éste es el sentido de algunas de las muchas palabras del “Sermón de la Montaña” que, si se las viviese, bastarían para cambiar el mundo.

Jesús nos invita a anunciar su Evangelio. Sin embargo, antes de “enseñar” sus palabras, nos pide “observarlas”. Para ser creíbles debemos convertirnos en “expertos” del Evangelio, un “Evangelio vivo”. Sólo entonces podremos ser testimonios con la vida y enseñarlo con la palabra.

“El que cumpla y enseñe (estos mandamientos), será considerado grande en el Reino de los Cielos”

¿Cuál es la mejor manera de vivir esta Palabra? Hacer que Jesús mismo sea quien nos enseñe, atrayéndolo a nosotros y entre nosotros con nuestro amor recíproco. Él será quien nos sugiera las palabras para acercarnos a los demás, quien nos indique el camino, quien nos abra resquicios para entrar en el corazón de los hermanos, para dar testimonio de él en cualquier lugar que estemos, aún en los ambientes más difíciles y en las situaciones más intrincadas. Veremos que el mundo, esa pequeña parte de mundo donde vivimos, se transforma, se convierte a la concordia, a la comprensión, a la paz.

Lo importante es tener viva su presencia entre nosotros con nuestro amor recíproco, ser dóciles para escuchar de su voz, la voz de la conciencia, que, si sabemos hacer callar a las demás, siempre nos habla.

Él nos enseñará cómo observar con alegría y creatividad incluso los preceptos “mínimos”, para cincelar así con perfección nuestra vida de unidad. Que se pueda repetir de nosotros, como un día se decía de los primeros cristianos: “Mira cómo se aman, y están dispuestos a morir el uno por el otro” (1). De cómo nuestras relaciones son renovadas por el amor se podrá ver que el Evangelio es capaz de generar una sociedad nueva.

No podemos guardar sólo para nosotros el don recibido. “¡Ay de mí, si no predicara el Evangelio!”, estamos llamados a repetir con San Pablo (2). Si nos dejamos guiar por la voz interior, descubriremos nuevas posibilidades de comunicar, hablando, escribiendo, dialogando. Que el Evangelio vuelva a brillar a través de nuestras personas, en nuestras casas, en nuestras ciudades, en nuestros países. Florecerá también en nosotros una nueva vida; en nuestros corazones crecerá la alegría; resplandecerá mejor el Resucitado… y él nos considerará “grandes en su Reino”.

La vida de Ginetta Calliari es una muestra excelente de esto. Habiendo llegado a Brasil en 1959, con el primer grupo de los Focolares, quedó impactada al encontrarse bruscamente con las graves desigualdades de ese país. Entonces puso todo su empeño en el amor recíproco, viviendo las palabras de Jesús: “Él nos abrirá el camino”, decía. Con el paso del tiempo, junto a ella se desarrolló y consolidó una comunidad que hoy alcanza a centenares de miles de personas de toda condición y edad, entre habitantes de las favelas y miembros de clases acomodadas, que se ponen al servicio de los más pobres. Es así como se han podido concretar obras sociales que le han cambiado la cara a favelas en distintas ciudades. Un  pequeño “pueblo” unido que sigue mostrando que el Evangelio es verdadero. Esa es la dote que Ginetta se llevó consigo cuando partió para el Cielo.

Chiara Lubich

1) Tertuliano, Apologeticum, 39, 7; 2) Cf. 1 Cor. 9, 16.

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