Tanto mi marido como mis hijos son alcohólicos. Hasta hace un año, Tom, el más grande, convivía con una muchacha. Los dos resultaron ser, no sólo alcohólicos, sino también toxico dependientes.

Hace alrededor de un año mi hijo volvió a casa pues ya no se entendía con la mujer con quien vivía. Sólo que para entonces había nacido un niño. La idea de este nietecito me daba mucha pena pues la situación era sumamente dolorosa. Yo culpaba a la madre y un día, encontrándomela por la calle, la acusé abiertamente de muchas cosas. Nos dejamos llenas de amargura.

Está de más decir que volviendo a casa me sentía culpable por no haber amado. Y todas las justificaciones que trataba de encontrar, el repetirme que en el fondo yo tenía razón, que lo había hecho por mi nieto, no me daban paz. Algo dentro de mì me impulsaba a llamarla para pedirle disculpas, a pesar de que me parecía muy difícil. No sabía si me escucharía. En cambio, cuando le pedí perdón, fue ella quien después la que se disculpó conmigo.

Varias semanas después de este episodio, a Dorothy la pusieron presa. Las cosas iban de mal en peor, y yo, preocupada por la situación de mi nietecito, sentía un fuerte resentimiento hacia los padres, por haberlo traído al mundo en esa situación. Al no estar casados, el niño sería confiado al Estado.

El resentimiento que sentía dentro crecía hora tras hora, y ni siquiera las palabras de Jesús sobre el perdón me daban la paz. Tenía que amar también a Dorothy, independientemente de lo que le sucediera a mi nieto. Después de varios intentos, finalmente la Palabra hizo brecha en mi corazón y con un alma nueva fui a visitarla a la prisión: me abrazó, conmovida. Creo que sintió que fui para amarla y aceptarla así como era.

Fue ella quien me habló del niño y me pidió si podía cuidarlo yo. Así la custodia legal de mi nieto pasó a mi hijo y ahora ambos viven bajo mi techo.

Me pareció que el céntuplo prometido por Jesús al que busca su Reino, haciendo su voluntad, el fruto por haberme empeñado en amar, hasta el fondo.

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