Era el 7 de Diciembre de 1943. He aquí como ella misma recuerda aquel momento,cuando, muy temprano, sola, fue al Colegio Seráfico de los Capuchinos: allí, en la capilla, la esperaba un sacerdote. En el momento de la comunión había pronunciado su sí para siempre a Dios, roca de la cual todo comenzó:

“Imagínense a una joven enamorada: enamorada por aquel amor que es el primero, el más puro, aquel que todavía no se ha declarado, pero que empieza a quemar el alma.

Con una sola diferencia: la joven que se enamora así, en el mundo, tiene en los ojos el rostro de su amado; pero esta en cambio no lo ve, no lo siente, no lo toca, no advierte su perfume con los sentidos del cuerpo, sino con los del alma, a través de los cuales el amor ha entrado en ella y la ha totalmente invadida.

De aquí nace una alegría característica, difícil de volver a saborear en la vida, alegría secreta, serena, exultante. La pequeña iglesia estaba adornada lo mejor posible. En el Altar, en el fondo, se erguía una Virgen Inmaculada.

Antes de comulgar, me di cuenta, por un instante, de lo que iba a hacer: Había atravesado un puente con la consagración a Dios; el puente se derrumbaba detrás de mí, no habría podido regresar nunca más al mundo. Yo me estaba desposando con Dios. Y era aquel Dios que, más tarde, se me habría manifestado como abandonado.

Aquel “abrir los ojos” a lo que estaba haciendo – recuerdo – fue inmediato, breve – pero al mismo tiempo tan fuerte que se me cayó una lágrima sobre mi pequeño misal.

Creo que hice el camino de regreso a casa corriendo. Me parece que me detuve solamente cerca, en el Obispado, para comprar tres claveles rojos para el Crucifijo que me esperaba en mi habitación, habrían sido el signo de la fiesta común”.

 

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