Soy libanesa, ortodoxa, de padre ortodoxo y madre católica. Mis padres son creyentes. En la familia nunca se le había dado importancia a la palabra ‘católico’ u ‘ortodoxo’. Era natural festejar las dos Pascuas junto con las dos familias. A los 15 años empecé a rechazar ambas religiones, también porque en Líbano, religión y política están estrechamente relacionadas. Pensaba que los hombres habían mezclado todo y no distinguía nada. Para mí Dios no podía existir y permitir la guerra y la injusticia. Fue así como perdí la poca fe que tenía.. Después de algunos años llegamos al ápice de la guerra en Líbano.

Mis padres se fueron a París. Yo me quise quedar para defender mi país. Traté de entrar en el ejército; sin embargo, hastiada ya de la inutilidad de mis esfuerzos y de mí misma, obedecí a la voluntad de mis padres y los alcancé en Francia.
Sin embargo mi vida allí ya no tenía ningún sentido: tenía que liberar a mi país…
Para no pensar en ello, me distraje en las diversiones de la vida.

Mientras tanto mi hermano había conocido y empezado a vivir el Evangelio. Su vida me fascinaba: era tan transparente. Me invitó a conocer a otras personas y fui. Era otro mundo. Veía gente que me acogía con mucho amor, muy sonriente. Volví a casa feliz, el amor estaba renaciendo dentro de mí.

Comencé a frecuentar mi Iglesia, a descubrirla y amarla. Leí su historia, fui a un curso de teología. Comprendí que tenía que estar unida a ella, experimentando la ayuda de esta espiritualidad evangélica, que te hacer ir más allá de las divisiones en el respeto de las diferencias. ¡Era ésta la verdadera revolución!

(S. W. – Libano)

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