Nací y crecí en una familia que se siempre se esforzó en transmitirme valores cristianos, basados en el respeto y atención hacia los demás, sin distinciones. Valores que considero universales.

Desde chico mantuve el propósito de vivir de este modo, ya sea con mi equipo de fútbol, o en el colegio o con mis amigos. Siempre me esforcé en ir contra la corriente, o sea, tratar de no dejarme arrastrar por todo lo que el mundo me proponía. De hecho, en Europa, de donde provengo, la sociedad se basa sobre todo en el materialismo y es mucho más importante tener y aparentar que “ser”.

Pero llegué a un momento de mi vida en el que la felicidad de un momento y los placeres pasajeros me hicieron perder el rumbo. En síntesis, me vendí al mundo. Quería conocer todo lo que hasta ese momento yo había considerado el camino más simple y, al mismo tiempo, más vacío. Así comenzó un nueva fase de mi vida, donde el respeto hacia las personas y también hacia Dios ya no tenia valor.

Experimenté cosas que me satisfacían por un tiempo, pero luego me invadía un gran vacío interior, una gran soledad.

De este modo llegué hasta el fondo del pozo. Más de una vez decidí recomenzar y volver a mis orígenes, reencontrarme con los valores en los cuales siempre había creído  y que estaban enterrados bajo muchas cosas vanas.

Ahora, en esta ciudadela donde convivo con jóvenes de todo el mundo, estoy haciendo una experiencia muy linda. Estoy descubriendo cosas que no conocía, gracias a las personas que me rodean. Descubro en el hermano un camino para crecer, un espejo donde reflejarme. Estoy buscando y encontrando el amor puro, sin otros intereses, un amor que nace del alma, sin prejuicios.

Este amor, que tiene raíces en el Evangelio vivido, me lleva a desapegarme de las cosas pasajeras, y es un camino hacia la verdadera libertad. Un camino que me conduce hacia Dios, junto a los demás.

(J. – Italia)

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