Díficil el camino de montaña. Manejo el auto de un amigo anciano. Él conoce estas callecitas y lo veo cómo con la mano hace gestos para que disminuya la velocidad, acelere, prosiga con prudencia. De reojo sigo sus gestos, que en ciertas ocasiones, apenas los manifiesta. Hago todo mi esfuerzo para estar en perfecta sintonía y lograr manejar exactamente como mi amigo manejaría. Me lo imagino como un director de orquesta y siento una inmensa felicidad cuando logro ejecutar perfectamente la pieza.

En la noche me llama por teléfono Massimiliano, un monje de un antiguo convento. Desde hace un tiempo la relación con su superior se había vuelto difícil y me dice que ya no tiene la fuerza para soportarlo y que por lo tanto decidió abandonar el camino emprendido.

Le cuento sobre el director de orquesta y me doy cuenta de que su silencio se ha vuelto denso. Luego me dice: “Quizás mi error fue haber esperado algo de parte del superior, sin embargo él no puede tocar mi instrumento, no puede sustituirme. ¡Él puede solamente ayudarme a estar en armonía con los demás! Debo volver a apropiarme de mi instrumento, es decir, de mi responsabilidad y mostrar mi talento en la armonía del conjunto”. Massimiliano llora.

Al terminar la llamada me doy cuenta que una idea nacida de un gesto de amor ha liberado un rayo de luz que alguien, en alguna parte, esperaba. (T. M., Cechia)

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