La predicación de Jesús se inicia con el sermón de la montaña. En una colina frente al lago Tiberíades en las inmediaciones de Cafarnaún, sentado, como solían hacer los maestros, Jesús anuncia a la muchedumbre cómo es el hombre de las bienaventuranzas. En varias ocasiones había resonado ya en el Antiguo Testamento la palabra “bienaventurado”, es decir, la exaltación de aquel que observaba de los modos más variados la Palabra del Señor.
Las bienaventuranzas de Jesús evocan en parte las que los discípulos ya conocían, pero por primera vez oían que los puros de corazón no sólo eran dignos de subir al monte del Señor, como cantaba el salmo , sino que incluso podían ver a Dios. ¿Cuál era, pues, esa pureza tan elevada para merecer tanto? Jesús lo explicaría más de una vez en el curso de su predicación. Por eso, tratemos de seguirlo para beber de la fuente de la pureza auténtica.

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

Ante todo, según Jesús, hay un método de purificación por excelencia: «Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado» . No son los ejercicios rituales los que purifican el alma, sino su Palabra. La Palabra de Jesús no es como las palabras humanas. En ella está presente Cristo, como está presente de otro modo en la Eucaristía. Por ella Cristo entra en nosotros y, si la dejamos actuar, nos libera del pecado y, por consiguiente, nos hace puros de corazón.
Por tanto, la pureza es fruto de vivir la Palabra, de todas esas Palabras de Jesús que nos liberan de los llamados apegos en los que necesariamente caemos si no se tenemos el corazón en Dios y en sus enseñanzas. Éstos pueden referirse a las cosas, a las criaturas y a nosotros mismos, pero si nuestro corazón mira sólo a Dios, todo el resto cae por su propio peso.
Para tener éxito en esta empresa, puede ser útil repetirle durante el día a Jesús, a Dios, esa invocación del salmo que dice: «Eres tú, Señor, mi único bien» . Procuremos repetirlo a menudo, y sobre todo cuando uno u otro apego quiera arrastrar a nuestro corazón hacia esas imágenes, sentimientos y pasiones que pueden ofuscar la visión del bien y quitarnos la libertad.
¿Nos sentimos impulsados a mirar determinados carteles publicitarios, a ver ciertos programas de televisión? No, digámosle: «Eres tú, Señor, mi único bien», y éste será el primer paso que nos lleve a salir de nosotros mismos y a volver a declararle nuestro amor a Dios. Así habremos ganado en pureza.
¿Notamos a veces que una persona o una actividad se interponen como un obstáculo entre Dios y nosotros y empañan nuestra relación con Él? Es el momento de repetirle: «Eres tú, Señor, mi único bien». Esto nos ayudará a purificar nuestras intenciones y a recobrar la libertad interior.

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

Vivir la Palabra nos hace libres y puros, porque es amor. El amor purifica con su fuego divino nuestras intenciones y todo nuestro interior, porque según la Biblia, el “corazón” es la sede más profunda de la inteligencia y de la voluntad.
Pero hay un tipo de amor que Jesús nos exige y que nos permite vivir esta bienaventuranza. Es el amor recíproco, el amor que tiene quien está dispuesto a dar la vida por los demás, a ejemplo de Jesús. Éste crea una corriente, un intercambio, un entorno cuya nota dominante es precisamente la transparencia, la pureza, gracias a la presencia de Dios, el único que puede crear en nosotros un corazón puro . Viviendo el amor mutuo, la Palabra actúa y produce sus efectos de purificación y de santificación.
El individuo aislado es incapaz de resistir durante mucho tiempo las instigaciones del mundo, mientras que en el amor mutuo encuentra el ambiente sano capaz de proteger su pureza y toda su existencia cristiana auténtica.

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

Y ése es el fruto de la pureza, que hay que reconquistar siempre: se puede “ver” a Dios, es decir, comprender su acción en nuestra vida y en la historia, oír su voz en el corazón, captar su presencia allí donde está: en los pobres, en la Eucaristía, en su Palabra, en la comunión fraterna, en la Iglesia.
Es saborear por anticipado la presencia de Dios que empieza ya en esta vida «caminando en la fe y no en la visión»  hasta que lo «veamos cara a cara»  por toda la eternidad.

Chiara Lubich

 

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