La piedra perforada – – Cuando desde la azulísima costa del golfo de Beirut, contemplaba la ciudad sobre las colinas sembradas de millares de casitas, y reanudamos el vuelo hacia el mar para elevarnos y poder atravesar, al volver, los primeros montes de Palestina, yo no creía que Jerusalén y los Santos Lugares iban a incidir de este modo en mi espíritu (…).

Siete días duró mi estadía en Palestina.

No recuerdo el itinerario de las visitas, pero los lugares los tengo profundamente grabados: Betfagé, el Gallicantus, la escalera de piedra del testamento de Jesús, el Getsemaní, la fortaleza Antonia, donde Pilatos expuso a Jesús al público diciendo: “¡Aquí tienen al hombre1”, el lugar de la Asunción de la Virgen; el lugar de la Ascensión, encerrado en un “kiosco”; después Betania y el camino que va de Jerusalén a Jericó, mencionado en la parábola del Buen Samaritano; después Belén… Toda una serie de nombres dulcísimos, que ni la vida ni la muerte lograrán borrar. Entrada la noche, levantando los ojos al cielo, bañado de estrellas cargadas de luz, cielos que en Italia ni se pueden soñar, sentí una extraña y lógica afinidad entre este firmamento y aquellos lugares (…).

Una vieja calle de Jerusalén, en subida, de unos tres metros de ancho, donde resuenan los gritos de los mercaderes que, a diestra y siniestra venden sus mercancías. Gente que va y que viene entre codazos, llevando vestidos muy variados de oriente y de occidente.

Subimos, y a lo largo de ese bazar –como lo llaman los habitantes- cada tanto nos indican una puerta que no se sabe si pertenece a una casa o a una iglesia: “Esta es una estación, aquí está la tercera, aquí está la cuarta… Aquí Jesús encontró a María, aquí al Cirineo…” Esta calle es la del Via Crucis, la que Jesús hizo entonces.

Algunos metros más arriba nos anuncian: “Estamos en el sepulcro: aquí, en esta Iglesia, sostenida por una armazón fortísima, antiestética, está lo más sagrario que pueda imaginarse: el Calvario y el sepulcro”.

En el alma una sensación viva de dolor, casi de impotencia. Entramos y subimos por una escalerita muy estrecha, con el mármol gastado por los millones de peregrinos que han pasado, y nos encontramos ante un altar en el que podrían celebrar también los greco-ortodoxos y los armenios.

El guía nos muestra a través del cristal, que custodia la roca, un hueco, y dice: “En este orificio fue colocada la cruz”.

Inadvertidamente, sin decírnoslo, nos encontramos todos de rodillas.

Yo, por mi cuenta, tuve un momento de recogimiento.

En este orificio fue colocada la cruz… la primera cruz

Si no hubiese existido esa primera cruz, la vida de millones de cristianos que siguen a Jesús llevando su cruz, mis dolores, los dolores de millones de personas, no habrían tenido un nombre, no habrían tenido significado. Él, que fue levantado como un malhechor, dio valor y razón al mar de angustia que afecta, y en el que a veces está sumergida la humanidad, y con frecuencia, cada hombre.

No le dije nada a Jesús en ese momento. Hablaba aquella piedra perforada.

Sólo añadí, como un niño estático: “Aquí Jesús, quiero plantar, una vez más mi cruz, nuestras cruces, las cruces de cuantos te conocen y de cuantos no te conocen”.

Fragmentos extraídos de Escritos Espirituales 1 “El atractivo del tiempo moderno” – Ed. Ciudad Nueva, 1995

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