«Esta mañana recordé que somos polvo y que en polvo nos hemos de convertir.

Esta verdad elemental asusta y parece lúgubre, (…) y en cambio la Iglesia recuerda esta realidad precisamente para acrecentar la vida. Si un hombre evalúa lo que es materialmente, no le dará esa importancia idolátrica a las cosas materiales: la riqueza, el espacio vital, los territorios, la materia prima, la mercancía… Los valora por lo que valen: como medios para vivir y no para destruir. Y si considera la propia pulverización inminente, evita dejarse corroer por la soberbia fratricida, el querer ponerse por encima de los demás para tener a los otros bajo sus pies y aplastarlos (…) Si esta verdad del polvo la meditaran los Gobernantes, se darían cuenta de cuánto nos matamos para nada y de cuán estúpido es el odio, y de cuán sinsentido es la guerra, de cuánto es vital la paz, y de lo poco grandes que son, y que han sido, esos jefes que se creyeron dioses, mientras que en cambio eran pobres bufones de la Bestia.

(…) Estos hombres por cuya alabanza o protección tu agonizas, delincuentes por cuyo dominio tiemblas, por cuyo amor te consumes, también ellos caerán, en picada, bajo el yugo subterráneo del silencio: un silencio truncado sólo por el rumor imperceptible de la disgregación celular; y allá se equipararán ricos y pobres, comandantes y comandados.

(…) Esto quiere decir que es inútil y tonto honorar el montón de equipaje del propio viaje: riquezas, joyas, títulos, posición social, administrativa, espadas y artilugios. Mejor ser libres, ir rápido y sin preocupaciones. San Francisco quiso ser libre de sus vestiduras: si tenía una fue porque se la regalaron.

Y por lo tanto el día de las cenizas es día de liberación: de realismo, puesto allí para recordarnos la realidad, que es bondad y simplicidad y amor, similar al aire terso y penetrante de los montes contra la irrespirable descomposición de pestilencias y hedores y ácido carbónico de nuestras casas de los hornos, trapos y chismes.

(…) Esta conmemoración de las cenizas no es lúgubre, es alegre. Es inútil tratar de meter la cabeza bajo la tierra para no ver; la muerte es segura; y aturdirse y negarla y hacer estrépito no sirve. En cambio, precisamente porque la existe la muerte, podemos ver la vanidad de todo, uno no se afana por nada: se abandona a la Providencia, encuentra en este estado de ánimo la serenidad del hijo  en brazos de su Padre.

(…) Dicen: -Un rito, con un recuerdo así, humilla.

Humillar quiere decir volver a poner en el humus: sobre la tierra. Existe quien surgiendo, se infla, como un globo: y estando arriba, cree que tiene que mirar a la gente desde lo alto, y tenerla a sus pies. Y la Iglesia nos recuerda que somos todos siervos el uno del otro: y porque podemos servirnos recíprocamente nos mantenemos libres. La soberbia es satánica y lleva a la esclavitud. Tener presentes nuestras culpas nos impide considerarnos superiores a los demás. La humildad es la virtud de la democracia: es la democracia; así como el orgullo es la autodestrucción –o la maquinaria- de la plutocracia.

(…) Y por lo tanto, ¿de qué sirve matarse por el mañana? Cada día tiene su cruz. Quien se desvincula de la preocupación por el futuro, y del embarazo de las ambiciones, es una persona libre, que rápidamente se abre camino, no exigiendo de la vida más de lo que da.

(…) La duración es breve: es tonto perder tiempo en peleas que anticipan la tumba. Cuya tumba es una etapa verminosa, pero que no termina. Es más se empieza. Pensar que más allá empieza la vida o una muerte inmortal le sustrae el miedo a la muerte. La misma abre el acceso a la casa: la casa donde ya no se pagan alquileres, ni nos vemos sofocados por los impuestos y se prendes la radio no te toca escuchar a un demagogo decrépito o un fanfarrón señor de los pueblos. Sólo que el acceso se le concede a quien ha amado y perdonado; se le niega a quien ha odiado y hecho sufrir. Esa es la casa del amor: y el amor, en su ápice, es perfecta justicia».

Igino Giordani, Las Fiestas, SEI, Turín, 1954, pp.62-68

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