El debate sobre cuál era el primero entre los muchos mandamientos de las Escrituras era un tema clásico que las escuelas rabínicas se planteaban en tiempos de Jesús. Él, considerado como un maestro, no elude la pregunta que se le formula a este respecto: «¿Cuál es el mandamiento más importante de la ley?». Jesús responde de una manera original, uniendo el amor a Dios y el amor al prójimo. Sus discípulos no pueden disociar estos dos amores, así como en un árbol no se pueden separar las raíces de la copa: cuanto más aman a Dios, más intensifican el amor a sus hermanos y hermanas; cuanto más aman a sus hermanos y hermanas, más profundizan en el amor a Dios.

Jesús sabe como nadie quién es el Dios a quien tenemos que amar y sabe cómo hay que amarlo: es su Padre y el nuestro, su Dios y el nuestro (cf. Jn 20, 17). Es un Dios que ama a cada uno personalmente; me ama a mí, te ama a ti; es mi Dios y tu Dios («Amarás al Señor tu Dios»).

Y podemos amarlo porque Él nos amó primero: el amor que exige de nosotros es, pues, una respuesta al Amor. Podemos dirigirnos a Él con la misma familiaridad y confianza que tenía Jesús cuando lo llamaba Abba, Padre. Como Jesús, nosotros también podemos hablar a menudo con Él, exponerle todas nuestras necesidades, propósitos y proyectos, y volver a declararle nuestro amor exclusivo. Nosotros también esperamos con impaciencia que llegue el momento de ponernos en contacto profundo con Él mediante la oración, que es diálogo, comunión, intensa relación de amistad. En esos momentos podemos dar rienda suelta a nuestro amor, adorarlo más allá de la creación, glorificar su presencia por todas partes en el universo entero, alabarlo en el fondo de nuestro corazón o en los sagrarios, donde vive; pensar en Él allí donde estemos, en nuestra habitación, en el trabajo, en la oficina, mientras estamos con los demás…

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu inteligencia».

Jesús nos enseña también otro modo de amar al Señor. Para Jesús, amar significó hacer la voluntad de su Padre, poniendo a su disposición inteligencia, corazón, energías, la misma vida: se entregó completamente al proyecto que el Padre tenía para Él. El Evangelio nos lo muestra orientado siempre y totalmente al Padre (cf. Jn 1, 18), siempre en el Padre, anhelando siempre decir sólo lo que había oído a su Padre, llevar a cabo sólo lo que el Padre le había dicho que hiciera. A nosotros nos pide lo mismo: amar significa hacer la voluntad del Amado sin medias tintas, con todo nuestro ser: «con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu inteligencia». Porque el amor no es sólo un sentimiento: «¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo?» (Lc 6, 46), les pregunta Jesús a quienes aman sólo con palabras.

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu inteligencia».

¿Cómo vivir este mandamiento de Jesús? Manteniendo, desde luego, una relación filial y de amistad con Dios, pero sobre todo haciendo lo que Él quiere. Nuestra actitud con Dios será, como la de Jesús, estar siempre orientados hacia el Padre, atentos a Él, obedeciendo, para llevar a cabo su obra, sólo ésa y nada más.

En esto se nos pide la mayor radicalidad, porque a Dios hay que dárselo todo: todo el corazón, toda el alma, toda la inteligencia. Y esto significa hacer bien, por completo, esa acción que Él nos pide.

Para vivir su voluntad y conformarse a ella, a menudo será necesario quemar la nuestra y sacrificar todo lo que tenemos en el corazón o en la mente que no se refiera al presente. Puede ser una idea, un sentimiento, un pensamiento, un deseo, un recuerdo, una cosa, una persona…

Y así estaremos plenamente en lo que se nos pide en el momento presente. Hablar, llamar por teléfono, escuchar, ayudar, estudiar, rezar, comer, dormir, vivir su voluntad sin divagar; realizar acciones completas, limpias, perfectas, con todo el corazón, el alma, la inteligencia; tener como único móvil de cada acción el amor para poder decir en cada momento del día: «Sí, Dios mío, en este momento, en esta acción te he amado con todo mi corazón, con todo mi ser». Sólo así podemos decir que amamos a Dios, que correspondemos a su amor para con nosotros.

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu inteligencia».

Para vivir esta Palabra de vida será útil analizarnos de vez en cuando para ver si Dios está en el primer lugar de nuestra alma.

Y entonces, como conclusión, ¿qué debemos hacer este mes? Elegir nuevamente a Dios como único ideal, como el todo de nuestra vida, volverlo a poner en el primer lugar y vivir con perfección su voluntad en el momento presente. Debemos poder decirle con sinceridad: «Mi Dios y mi todo», «Te amo», «Soy toda tuya», «¡Eres Dios, eres mi Dios, nuestro Dios de amor infinito!».


[1] Palabra de vida, octubre 2002, publicada en Ciudad Nueva, nº 392, pág. 24.

Comments are disabled.