Os doy las gracias por este encuentro extraordinario. He podido visitar vuestro centro, la Mariápolis, que abraza a todos los Focolares del mundo; he podido hablar con Chiara e con sus colaboradoras y con sus colaboradores, y ver someramente cómo vive y se desarrolla el Movimiento, cómo cumple su misión y su apostolado en todos continentes. Después de este coloquio, he podido participar en la segunda parte del encuentro, durante la cual se han presentado algunos testimonios muy conmovedores, que nos han llevado al meollo, diría, al corazón de lo que es el Movimiento de los Focolares. Luego ha habido un testimonio artístico en el cual se ha visto cómo el amor que late dentro de vuestro Movimiento sabe animar todos los valores humanos, los valores de la belleza, los valores del arte, que perennemente están destinados a expresar todo lo más profundo que hay en el hombre, lo más espiritual, que es humano y también divino, porque el hombre está hecho a semejanza de Dios.

Durante las distintas fases de nuestro encuentro he hecho muchas reflexiones. Intento ahora resumirlo todo en una constatación y en un deseo. La constatación atañe al núcleo central de vuestro Movimiento: el amor. Ciertamente el amor es el inicio de muchas instituciones y estructuras de todo el apostolado, de todas las familias religiosas. El amor es rico, lleva en sí distintas potencialidades y difunde en los corazones humanos los distintos carismas. Con este encuentro he podido acercarme un poco más a lo que forma el carisma propio de vuestro Movimiento o, por decirlo de otro modo, comprender mejor que el amor –que es un don del Espíritu Santo, por él difundido en nuestros corazones, su virtud más grande– constituye el camino más excelente, la animación principal de vuestro Movimiento. Es bueno que hayáis encontrado tal camino, esa vocación al amor.

Escuchando los testimonios, me he convencido aún mayormente de algo que desde hace muchos años y cada día me doy cuenta: en el mundo de hoy, en la vida de las naciones, de las sociedades, de los distintos ámbitos, de las personas, el odio y la lucha son muy fuertes. Son programáticos. Por eso se requiere el amor. Se puede decir que el amor no tiene programa, mas los crea hermosísimos y riquísimos, como el vuestro. Se requiere la presencia del amor en el mundo para afrontar el gran peligro que acecha a la humanidad, que amenaza al hombre: el de encontrarse sin amor, con el odio, con la lucha, con varias guerras, con varias opresiones, con varias torturas, como hemos oído. El amor es más fuerte que todo y ésta es vuestra fe, la chispa inspiradora de todo lo que se hace bajo el nombre Focolares, de todo lo que sois, de todo lo que hacéis en el mundo. El amor es más fuerte. Es una revolución. En este mundo tan trabajado por las revoluciones, cuyos principios constitutivos son el odio y la lucha, se requiere la revolución del amor; es necesario que tal revolución demuestre ser más fuerte. Esto es también el radicalismo del amor. Ha habido en la historia de la Iglesia muchos radicalismo del amor, casi todos contenidos en el supremo radicalismo de Cristo Jesús. Hubo el radicalismo de san Francisco, el de San Ignacio de Loyola, el de Carlos de Foucauld y tantos otros hasta nuestros días. También hay un radicalismo del amor vuestro, de Chiara, de los focolarinos: un radicalismo que descubre la profundidad del amor y su simplicidad, todas las exigencias del amor en las distintas situaciones, y procura que siempre venza este amor en cualquier circunstancia, en cualquier dificultad; y donde el hombre –humanamente hablando– podría ser superado por el odio, no le permite tanto a este hombre, a este corazón humano, y hace que venza el amor.

Bien, pues éste el radicalismo evangélico del amor que vosotros procuráis llevar a la vida de los hombres de hoy, a los ambientes de hoy, por todo el mundo. Y con esta certeza de que el amor debe ser siempre más fuerte, en cualquier circunstancia, ante cualquier dificultad, dais un testimonio de Dios que es amor. Podemos decir que vuestra obra de evangelización comienza por el amor para llegar a Dios. Muchas veces se empieza por Dios para llegar, quizás, al amor. Vosotros habéis acentuado esta fórmula de san Juan: Dios es amor. Esto quiere decir que, cuando se vive el amor, cuando se realiza el amor, cuando se hace que el amor venza en cualquier circunstancia, entonces dejamos que se vea a Dios. Esto no es sólo un programa abstracto, es un programa vivido. Está bien que atribuyáis mucha importancia a los testimonios, porque cada uno de estos testimonios conlleva la confirmación de este programa. Está bien que el programa se escriba más en los testimonios, en las experiencias vividas, que en el papel o las teorías.

En todo esto he pensado durante mis visita a vuestro centro internacional, y os agradezco pro la oportunidad que me habéis dado de vivir todo esto, de reflexionar, de ver lo que constituye la vida de vuestro gran Movimiento de más de un millón de personas en todo el mundo, y lo que constituye la experiencia de cada uno de vosotros: la revelación de que Dios es amor, y además una solución personal para cada unos de vosotros. Esto hemos percibido profundamente en los testimonios. Si falta esta consciencia y esta experiencia, si falta esta gracia, hay un vacío. Y ahí, otra amenaza; aparte de la de la lucha y el odio, la de las varias guerras, la de la autodestrucción nuclear: el peligro del vacío en el corazón humano. Vosotros queréis poner remedio directamente este vacío con vuestra experiencia personal, una experiencia vivida que luego se transmite a los demás.

Os deseo, pues, que sigáis por el mismo camino. Ya tenéis una orientación bien clara, una característica profundamente marcada, un carisma en la riqueza del amor, cuya fuente es Dios mismo, el Espíritu Santo. Habéis hallado vuestro campo, vuestra morada. Os deseo Que desarrolléis cada vez más esta realidad, propia de vuestra vocación, y que llevéis al mundo de hoy el amor, que tanta falta le hace, y que por medio del amor, llevéis a Dios. Éste es mi deseo.

Os encomiendo de modo especial a la Virgen santísima, Madre de Cristo y de la Iglesia, Madre nuestra, de los apóstoles, de todas las Mariápolis del mundo. Os encomiendo a ella, porque ella, más que todos los hombres, ha sabido vivir el amor, el radicalismo del amor, y de la manera más simple, maravillosa y absolutamente original. Vosotros estáis fascinados por la Virgen, por su santidad, por ese amor que late en su corazón, y queréis imitarla. Os deseo que obtengáis esto cada vez más. Es más, os deseo que a través de María os acerquéis a Jesús, el cual nos ha mostrado que Dios es amor, al Espíritu Santo, que es quien elabora el amor en nuestros corazones, gracias a la cruz y la resurrección de Jesús. Os doy las gracias de nuevo por haberme recibido en vuestra casa, en vuestra familia. Quiero hacer extensivo estos deseos a todos los focolarinos del mundo, porque estáis muy unidos entre vosotros y procuráis formar una gran familia cristiana, evangélica, en todo el mundo. Me encomiendo a esta familia. Y tengo que agradeceros por vuestro apostolado, porque estoy aquí en cuanto sucesor de Pedro, preocupado por el apostolado de la Iglesia. Es más, estoy convencido, lo veo, lo experimento, cuál es el aspecto del apostolado de la Iglesia contemporánea propio de vosotros. Os deseo que seáis un fermento en la masa de la humanidad  y del pueblo de Dios. Os deseo que seáis un fermento evangélico en la Iglesia, que ha reconocido su dimensión con el Concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium, en la constitución pastoral Gaudium et Spes. Veo que vosotros tenéis la intención de seguir auténticamente esa visión de la Iglesia, esa autodefinición que la Iglesia ha dado de sí misma en el Concilio Vaticano II. Por eso veo vuestros contactos tan fructíferos en la dimensión ecuménica, o con nuestros hermanos no cristianos, que poseen sus riquezas religiosas, tal y como he podido constatar, por ejemplo, durante una breve visita a Corea y a Tailandia, y luego los contactos con el mundo secularizado, con los no creyentes, con los ateos y los agnósticos. Por todas partes está la Iglesia y, como decía san Juan de la Cruz, donde no hay amor, lleva amor y encontrarás amor. Pienso que esto se puede aplicar muy bien a vuestro apostolado en todos los ámbitos, no solamente en los de la Iglesia, en su cuerpo católico, sino también en su dimensión ecuménica y en los contactos de diálogo con los no cristianos y con los no creyentes. El amor abre el camino. Espero que, gracias a vosotros, este camino esté cada vez más abierto para la Iglesia.

© Copyright 1984 –  Libreria Editrice Vaticana

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