Era párroco en la Misión de Farim, en Guinea Bissau, una ciudad al norte de la capital Bissau, en la frontera con Senegal. Iba a una aldea para hacer el catecismo en preparación al Bautismo. Cuanto se enseñaba era importante, pero personalmente tenía la impresión de que a menudo se quedaba en la teoría. Durante los años pasados en Fonjumetaw, en Camerún, había experimentado cuánto ayudaba la Palabra de Vida en el trabajo de evangelización. Así empecé tomando la Palabra de Vida del mes, y después una sencilla explicación, invitando a todos a ponerla en práctica, para después compartir los frutos, a la semana siguiente.

Para hacer todo más fácil, le daba a cada uno una hojita en donde estaba escrita la frase del Evangelio y les decía que la colocaran cerca de la cama y que la leyeran en la mañana en cuanto se levantaban, y en la noche, cuando se iban a dormir. Si no sabían leer, les sugería que le pidieran ayuda a sus hijos. Las semanas siguientes eran cada vez más los que “tenían algo que decir”.

Una tarde, en la aldea de Sandjal, a unos veinte kilómetros de Farim, al momento de compartir las experiencias, un hombre contó lo que le había sucedido la semana anterior. La Palabra de Vida era: “Amen a sus enemigos” (Mt. 5,44).

«Una noche las vacas del vecino entraron en mi plantación de frijoles y destruyeron todo. No era la primera vez. Por este motivo, desde hacía meses que no nos hablábamos. Pero esta vez estaba decidido a hacérsela pagar. Era hora de que entendiera todo el mal que me había procurado. Mi esposa, mis hijos y yo, agarramos cada uno unos buenos palos y nos encaminamos hacia la casa del vecino. Después de haber dado los primeros pasos, me recordé de la Palabra y dije: ‘¡Quietos! No podemos ir. La semana pasada recibí una hojita que dice que hay que perdonar a los enemigos, y dentro de pocos días tengo que volver al catecismo. ¿Qué voy a contar si ahora vamos a castigar al vecino?’. ‘¡Pero entonces él seguirá haciendo como hasta ahora!’. Volvimos a casa y nos sentamos. Dejar perder todo como si nada no nos parecía junto. Entonces decidimos ir donde él, no con actitud amenazante, sino para dialogar. Le explicamos a nuestro amigo lo que había sucedido y le pedimos que tuviera cuidado con sus vacas. Nuestro vecino no tenía palabras. Se echó a mis pies y me pidió perdón varias veces. A partir de entonces volvimos a saludarnos, y diría, que nos volvimos amigos. ¡Hacía meses que no nos hablábamos! En mi casa entró una alegría nueva».

En otra aldea, Sarioba, a 5 km de Farim, la misma escena, un estudiante se levanta y cuenta:

«Hoy lunes teníamos que ir a Farim a pie para llegar a la escuela. Hay un comerciante que vive en una aldea no muy lejana, que también va a Farim con su camioncito. Normalmente no lleva a nadie con él. Varias veces le habíamos pedido que nos llevara, pero siempre se había negado. El lunes pasado la misma cosa. Sólo que esta vez, después de habernos dejado atrás avanzo más o menos 1 Km. y se detuvo. Tenía problemas con el carro y no podía proseguir. Cuando llegamos allí, nos pidió que le diéramos un empujón para poder arrancar el carro. Mis amigos me dijeron: ‘Dejémoslo allí, que se las arregle. Él nunca nos ha ayudado’. También yo tenía la misma idea, pero después le recordé a mis compañeros la Palabra de Vida, entonces decidimos ayudarlo a encender el carro. El auto arrancó y el señor nos dijo que subiéramos, pero le dijimos que no necesitábamos, y proseguimos a pie ».

P. Celso Corbioli, misioneros Omi

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