El Espíritu Santo es indudablemente un “Dios desconocido”. Se habla mucho sobre él, pero pocos saben quién es, cómo actúa, cuáles son las bellezas y fantasías divinas de las que se reviste.

Sin manifestarse directamente, Chiara Lubich y sus primeras compañeras advirtieron que Él actuaba desde los primeros latidos de vida del movimiento. Un Dios, por así decir, que se mantuvo escondido con delicadeza, enseñándoles qué es el amor, él que lo personifica. Él, el comunicador, el amor entre el Padre y el Hijo, él el “soplo ligero”.

Escribe Chiara: “Hemos asistido durante toda nuestra nueva vida, a su acción día tras día, a veces dulce, a veces fuerte, a veces hasta violenta; y casi no nos dimos cuenta de él. Pero desde la primera elección de Dios amor, la luz que iluminaba las palabras del Evangelio, desde la revelación de Jesús abandonado, la alegría, la paz y la luz que sentíamos brotar en nuestros corazones, viviendo el mandamiento nuevo, no fue otro que el Espíritu Santo que actuaba. Realmente podríamos reescribir la historia del movimiento, atribuyéndola toda al Espíritu Santo. Sólo ahora vemos, en efecto, que Él fue el gran protagonista de nuestra aventura, quien movió todo.

“Pero ahora que él se reveló por lo que realmente fue para nosotros, podemos encontrar sus huellas luminosas, en innumerables signos de su acción constante e imprevisible. Aquella voz interior que nos guiaba en el nuevo camino, aquella atmósfera particular que se percibía en el aire de nuestros encuentros, aquella potente liberación de energías latentes, que purifica y renueva, aquella alquimia divina que transforma el dolor en amor, aquellas experiencias de muerte y resurrección: todo esto y muchos otros fenómenos sorprendentes que acompañaron nuestro camino de vida, tienen sólo un nombre, que aprendimos a reconocer, para estarle infinitamente agradecidos y sentirnos animados a pedirle su intervención en todos nuestros asuntos cotidianos, desde los más simples a los más exigentes. Él nos dio el coraje para afrontar las muchedumbres, para dejar la propia patria, para afrontar dificultades, adversidades, a menudo con alegría. Pero el efecto más profundo, más radical, más característico es ser entre nosotros vínculo de unidad”.

El Espíritu Santo es el don que Jesús nos hizo para que fuéramos uno como él y el Padre. Sin dudas, el Espíritu Santo ya antes estaba en nosotros, porque somos cristianos; pero aquí hubo una nueva iluminación, una nueva manifestación suya dentro de nosotros, que nos hace partícipes y actores de una nueva Pentecostés, junto a todos aquellos movimientos eclesiales que hacen nuevo el rostro de la Iglesia”.

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