Historia y profecía: los dos ojos con los que la humanidad contempla el escenario de su drama para regular el presente: uno mira al pasado y el otro al futuro. Se podría decir que la profecía es la visión de Dios; la historia es la visión del hombre: de modo que la historia es un epitafio de los caídos y la profecía es el anhelo de liberación de la muerte a la vida: un anhelo de paz.

Y Cristo vino: y en su cuna, en la noche de los tiempos, los ángeles cantaron: “Gloria a Dios en lo alto de los Cielos y a paz en la tierra a los hombres”. Lo que significa que la gloria a Dios en el Cielo es la paz a los hombres de la tierra: la gloria es la paz de Dios.

Ahora Cristo es quien nos indica la paz. “Cristo es nuestra paz…, artífice de la paz”, venido “para traer el anuncio de la paz”, como dice Pablo a los romanos, que era gente de guerra. Su revolución es el descubrimiento del hermano, hecho a la luz de la caridad: el fruto de la caridad es la paz. Su ley es el perdón: y el perdón trunca los impulsos de la guerra. La guerra denuncia, en quien la promueve, un ateísmo efectivo, una rebelión ante Dios.

Una de las bienaventuranzas evangélicas resuena: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios”. Los pacíficos son los que trabajan por la paz: porque la paz se construye, se produce, y es el objeto más precioso en el circuito de producción de la civilización. El cristiano es un productor de paz, que reconstruye indefinidamente el tejido de los siglos: es decir reconstruye la vida sin tregua, haciéndole “la guerra a la guerra”, como dice Pío XII, para combatir a su enemigo, que es la muerte.

Pero hay paz y paz. Hay una paz que es vida y otra que es muerte. “Les dejo mi paz –dice Jesús- les doy mi paz, no como la da el mundo”.
La del mundo se plantea desde la guerra; la de Cristo es un don de amor.
En este sentido, la paz y la guerra brotan del corazón de cada uno de nosotros.
Todavía hay en el mundo demasiados pueblos que repiten con los profetas: “Esperábamos la paz y no tenemos el bien; esperábamos la hora de la sanación y del remedio de los males que padecemos, y en cambio hay nuevos temores y perturbaciones, esperábamos la luz y estamos todavía en las tinieblas… Esperábamos la justicia y todavía no la hay, la salud y está todavía lejana”.
Civilización y paz se identifican, al igual que guerra y barbarie se acompañan.

Hoy día es necesaria una profecía –es decir una visión de amor y de racionalidad– que se imponga sobre las cabezas de los responsables de peligros inminentes a los cuales su poca sabiduría –su miedo- pueden exponernos.
Si en el cuerpo de la humanidad corre la sangre de Cristo, ésta nos librará del mal. A la ciudad del hombre de hoy, como a la Jerusalén de ayer, Él le sigue diciendo: “¡Oh si también tu conocieras –precisamente el día de hoy- aquello que le sirve a tu paz!”.
El día de hoy porque no hay tiempo que perder.
La paz necesita racionalidad humana y racionalidad divina, y ésta es la sustancia de la caridad.
La sangre de la Redención, que nos hace consanguíneos con Cristo y consanguíneos entre nosotros, es la que nos empuja a recomponernos como una familia: en comunidad. Hasta llegar a la unidad.
Por otra parte se está realizando la unificación universal, son únicos y comunes los ideales de libertad, de justicia, de paz que hoy sacuden y levantan a negros y amarillos, proletarios y trabajadores de todos los países y de todos los estratos.
En medio de toda esta agitación, que conforma la dramática historia de nuestro tiempo, se hace cada vez más urgente la profética invitación de Cristo: “¡Que todos sean uno!”.

Igino Giordani

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