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“Es necesario que el hombre recobre dentro sí mismo, en nombre de Dios que lo ha creado, la conciencia de su socialidad, de su ser social, sin la cual no sería completamente hombre: Según el Génesis, un elemento constitutivo, además de la comunión con Dios y la llamada a procurarse el sustento y trabajar, es la socialidad, su relación con los demás. Es sabido lo que significa según el pensamiento de Dios «socialidad» con los hermanos.

Significa amarlos como a nosotros mismos. Como a nosotros mismos; y no menos. Más aún, amarlos con un amor que, al provenir de varias personas, resulta recíproco y, al ser inspirado por Cristo, engendra la unidad. Aquí cobra sentido el acento que hemos puesto poco antes en la necesidad de caminar juntos en la vida, siendo un solo corazón y una sola alma. En este caso puede contribuir, puede tener una cierta validez para solucionar los actuales problema laborales, nuestra espiritualidad colectiva tomada del Evangelio. Por ella, el hombre, y, por consiguiente cada persona que integra el mundo del trabajo (desde el propietario al administrador, del director a los técnicos, desde los empleados a los jefes de taller) toda persona, para ser solidaria con los demás los ama hasta ser una sola cosa con ellos. Por ella nos sentimos impulsados a comprendernos mutuamente, a hacer propios los esfuerzos de los demás, a sentir como propios los problema de los otros, a buscar juntos las soluciones. Ella nos lleva a buscar de común acuerdo nuevas formas de organizar el trabajo. Así se llega a «compartir» a «participar» de los medios de producción y del fruto del trabajo.

¿Con cuales resultados? Si antes, por ejemplo, para un obrero el trabajo industrializado era aplastante y anulaba su propia personalidad, porque no lo descubría como un fruto de su inteligencia y de sus manos, ahora que considera suyo, suyo de verdad, todo lo que concierne a los demás, el trabajo no puede dejar de tener nuevamente un sentido, un extraordinario sentido.

Es necesario pues descubrir nuevamente una conciencia social (…) vasta. Más aún, estando como está la economía de cada País relacionada con la de las otras naciones, es preciso -como afirma también el Papa- una conciencia social de dimensión planetaria. Ahora bien ¿quién será capaz de ayudar al hombre a realizar plenamente esto, -a considerarse miembro de la gran familia humana «sin renunciar a sus vínculos de pertenencia (…) a su familia, su pueblo, su nación, ni a las obligaciones que de ello se derivan…»(1) después que él, habiendo interrumpido con el pecado la comunión con Dios, la ha comprometido una y otra vez gravemente también con los hermanos, comprometiendo así la solidaridad humana?

¿Quién será capaz? Sólo Jesucristo -que tantas veces relegamos al ámbito de la vida privada; sólo su amor sobrenatural y universal, considerando tantas veces sólo en los límites de la vida de piedad, cuando es, en realidad, un fermento indispensable para la existencia humana entera en sus múltiples expresiones. Solo con su amor se puede construir con toda certeza un mundo donde prevalezcan la justicia y le paz.

Y, por lo que se refiere al trabajo, es con su amor como el egoísmo y el odio, considerados, no raramente, como ley fundamental de la vida social, podrán ser eliminados. Con su amor, en la comunidades laborales se comprenderá que para un mejoramiento del trabajo es más útil la unidad que la rivalidad. Con su amor, la vida misma de la sociedad no se interpretará como una lucha contra alguien, sino como el compromiso de crecer juntos. Por tanto, sólo una nueva civilización basada en el amor, podrá decir una palabra eficaz incluso en favor de los complejos problemas del trabajo.

Chiara Lubich, Roma, 3 de junio de 1984


(1) Cf. Giovanni Paolo II, Discorso alla Conferenza dell’OIT, n. 10, Ginevra, 15.6.1982.

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