Dónde está la osadía, acuden los jóvenes que, si no languidecen por las taras morales, aman la belleza suprema que es Dios, afrontan la batalla más atrevida, que es la de la fe, aman los riesgos más ingratos de la pureza, de la renuncia, de la dedicación. Si titubean delante de Cristo es porque quizás conocen una figura deformada, habiéndoseles presentado una religión hecha de apariencias obsoletas, mundanizada o mediocre, revestida de componendas y compromisos o adaptaciones, como una actividad secundaria o marginal o incluso semi-clandestina: algo senil o aburrido, que no logra estar al paso de las generaciones.  Y en cambio, los jóvenes que descubren el verdadero rostro de Cristo, se dan cuenta de la verdadera esencia de la Iglesia, los cautivan precisamente los riesgos del Evangelio. “Riesgo peligroso es desertar de Dios” decían los primeros Padres, en la adolescencia de la Iglesia. Los jóvenes quieren correr la aventura peligrosa y desean ardientemente lanzarse sin reservas en el amor de Dios en medio del mundo.

Ellos no saben hacerse un cristianismo empequeñecido, reducido a la medida del hombre de hoy, como una moda de la temporada: quieren un cristianismo grande. Lo quieren inmenso. No aman una iglesita: quieren una Iglesia, grande, exterminada, en la que entre regularmente toda la humanidad, el pueblo de Dios.

Si faltan vocaciones es también porque a los jóvenes no les basta ni siquiera la máxima dificultad y la audacia externa que algunas veces se ofrece: ellos quieren la castidad, en un mundo incestuoso, quieren la pobreza, en medio de la orgía de Mamona, quieren el amor en una sociedad fragmentada por el odio.   Se aburren en una comunidad donde se evita, o se titubea a la hora de hablar de la unión con Dios, de las virtudes de María, Virgen de oración y de penitencia; donde no se vive constantemente la vida del Cuerpo Místico, como comunión sobrenatural con los hermanos y con Dios, como co-ciudadanía con Dios vivida entre los ciudadanos del mundo, para encarnar en el episodio de la existencia humana las gracias de la vida divina. Para ser Cristo entre los hermanos, por los hermanos. No basta por lo tanto una religión deducida sólo a cultura, a organización, a técnica de apostolado, a discusiones y elucubraciones estéticas o metafísicas o literarias.

Foto © Centro Igino Giordani

Los jóvenes aman las misiones más osadas, acuden apenas los llama un Don Orione, una  Canossa, una Cabrini, quienquiera que esté en grado de ofrecerles una aventura de sacrificio y pureza, de servicio y dedicación: porque, en el fondo, ellos aman el heroísmo de la cruz, la locura de la cruz.

Jesús pasa y los jóvenes lo siguen si lo ven: si la visión de él no se ve impedida por la insurrección de criaturas humanas, soberbias, es decir personas super, que se han puesto por encima de los demás, debido al dinero o al poder político o henchidas de vanidad. A penas descubren un rostro juvenil, puro y divino, ellos dejan padre y madre, novio y lucro, comodidades y  adulaciones, y lo siguen, primero por la via del apostolado y después por la via del calvario. Ellos quieren a Cristo, y a Cristo crucificado.

Y Jesús pasa: y si lo seguimos, sin volver atrás, sin pedir permiso para probar los caballos o comprar bueyes, sin ir a adular a fulano o hacerle propuestas a fulanito, nos convertimos ipso facto en jóvenes: esos muchachos para quienes está hecho el Reino de los Cielos. Vemos que convertirse es encontrar el camino, es descubrir que hemos perdido tiempo cultivando ilusiones y castillos en el aire. Resplandece en el fondo del nuevo panorama una cruz: pero es el signo de la victoria sobre la muerte. En Él hemos descubierto la vida eterna.

Igino Giordani, en «Fides», Agosto 1955, pp.242-245.

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