Cuando el hombre  se deja despojar de la fe en Dios, sufre el más grande engaño. Si ocurre que no ha sido despojado de la fe en Dios, pero igualmente la ha perdido por haberse olvidado de Él, entonces a menudo paga el precio de estos largos olvidos, en el fondo se ha olvidado de su mismo ser hombre. Está en una casa que ya no reconoce como suya, y en efecto se convierte en su prisión. Está con hombres en quienes ya no reconoce a sus hermanos, el lazo que los vincula es la forma secreta de aprovecharse el uno del otro. Va a una escuela, lee los periódicos, observa los resultados de una ciencia, para la cual la verdad está deformada, de modo que termina no conociendo más el objeto de estudio y duda del sujeto, lo trata y se trata como a un fantasma.

Este olvido se recapitula en el olvido de Dios. Si se reconoce a Dios, somos libres ante los hombres en la tierra. Estos hombres resultan ser hermanos, y el único sentimiento que se les debe es el amor. Re encontrando al hombre, volvemos a ver su dignidad. En sus límites vemos su grandeza, mientras constatamos también su miseria. Él puede derrumbarse, pero sigue tendiendo la estirpe de un Dios. La miseria es suya, la grandeza le es conferida de Uno más grande. El cual quiere que en la prueba nosotros crezcamos superándonos a nosotros mismos, que utilicemos la desdicha para ejercitar las grandes virtudes: la justicia, la caridad, la piedad; que valoremos la muerte por la vida, la pobreza económica por la riqueza espiritual, al punto que nuestro patrimonio sea todo patrimonio del espíritu, y nuestra dignidad no dependa del estado económico, sino de la fuerza del carácter, de la resignación heroica, de la victoria nuestra y en nosotros del bien sobre el mal. Seremos entonces productores de vida. Esta es la prueba a la que asisten el cielo y la tierra, y cuyo desenlace  abre una eternidad.

Si pasamos entre las miserias dejando que se nos impregne el alma, reaccionaremos ante lo negativo embruteciéndonos, si nos derrumbamos postrándonos ante la desesperación y sintiéndonos miserables, arruinaremos estúpidamente nuestro esfuerzo, ensuciamos la dignidad de nuestras lágrimas, desnutrimos nuestra alma. El amor heroico transforma el dolor en alegría, nuestras penas se convierten en un instrumento para hacer ejercicios espirituales, las desdichas dejan en cada uno una exigencia de santidad, es decir de humanidad perfecta, habiéndose perfeccionado por la gracia.

Extraído de:  Igino Giordani, La rivolta morale, Capriotti Editore, Roma 1945

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