«Viendo los efectos devastadores del terremoto que afectó a Filipinas el pasado 15 de octubre –de magnitud 7.2 en algunas islas-, nos pusimos a trabajar para ayudar a las víctimas. Especialmente queríamos hacerles sentir el amor de Dios, también en estos momentos en los que toda esperanza parece perdida.

En un primer momento, teníamos miedo de las réplicas que seguían sintiéndose, pero muy pronto nos dimos cuenta de que esto  era algo pequeño en comparación con el sufrimiento de las familias que habían perdido todo: sus casas y seres queridos.

Con el apoyo de la comunidad local de los Focolares, fuimos a Bahol (la zona afectada por el terremoto). Éramos alrededor de 15 Jóvenes por un Mundo Unido (JMU) y algunos adultos de Manila y Cebú. Preparamos unas 200 bolsitas que contenían lo más necesario (colchonetas, cobijas (frazadas)  y material para la fabricación de carpas)  y nos pusimos en viaje para llegar a destino, es decir, a  Sandigan Island, donde difícilmente llegaría la ayuda. Teníamos con nosotros 200 litros de agua,  200 bolsas preparadas la noche anterior, galletas y algunos insumos de primera necesidad.

Un momento difícil y fatigoso fue cuando tuvimos que atravesar un sendero estrecho y empinado en la montaña, y transportar todos los paquetes desde los camiones a las barcas que nos llevarían a la isla. Tardamos varias horas, hasta medianoche; y después tuvimos que empujar las barcas porque había marea baja.

Pero la decisión de ir a ayudar a estas personas, pensando que lo hacíamos a Jesús que se identificó con quienes más sufren, nos hizo superar las adversidades.

Entramos 6 kilómetros hasta Brgy Canigaan. Faltaba el agua porque las tuberías  y las casas quedaron destruidas por el terremoto. Por este motivo, la mayor parte de los residentes del lugar estaban durmiendo a la intemperie, en carpas, también por miedo a las constantes réplicas. Era un espectáculo desgarrador. Nos recordamos que estábamos allí para sostenerlos y ayudarlos, y así la distribución de agua y de los paquetes se desarrolló en una atmósfera festiva. Creamos también un espacio para permitir a los niños que contaran sus experiencias traumáticas vividas durante el terremoto y jugamos con ellos, junto con sus mamás, olvidando, al menos por un momento, lo que estaban atravesando.

Un anciano nos contó cómo vivió la tragedia. Estaba pescando cuando tuvo lugar el terremoto. Estaba aterrorizado al ver cómo su ciudad temblaba por los violentos sacudones. Estaba solo, el agua estaba muy agitada, había  remolinos y grandes olas. También vio surgir una pequeña isla en medio del mar… Agradecía a Dios por el milagro de haber sobrevivido, a pesar de que su casa quedó destruida. Le ofrecimos una almohada suave. Este pequeño gesto  lo conmovió hasta las lágrimas.

Renunciamos a nuestras vacaciones y tuvimos que superar también la barrera lingüística y otras dificultades, pero sentimos que ¡realmente valió la pena! Será todavía largo el camino que hay que recorrer para regresar a la normalidad, pero nos quedan las sonrisas en los rostros de estas personas, que nos confirman que el amor de Dios permanece también cuando todo el resto se destruye».

A cargo de la Secretaría de los JMU de Manila

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