El año pasado, estuve en tratamiento oncológico por un nuevo cáncer.  Anímicamente, esta vez fue peor que la primera: dolor y desesperanza. Era duro aceptar de nuevo la enfermedad después de casi cinco años.

Las ocho sesiones de quimioterapia duraron seis meses, luego descansé un par de meses antes de las 25 sesiones de radioterapia. Tenía que ir a un hospital a unos 30 km de mi domicilio. En varias ocasiones me acompañaron unas amigas, pero era complicado, pues a veces podía demorarse dos o tres horas, por lo que la mayoría de las veces fui sola. Me llevaba algo para leer, o música o cualquier cosa que me distrajera. Tenía la impresión de que todo era muy impersonal.

La segunda semana me fijé en una mujer musulmana que se sentaba aparte en una sala. Tenía una cara de infinita tristeza. Ese día tuve que esperar mucho y pude ver cómo sacaban, en camilla y sedada, a una niña de unos cinco años y la ponían al lado de la señora. Cuando llegué, había oído a las enfermeras hablar sobre la niña, así que al salir me atreví a preguntar por ella. La habían operado de un tumor cerebral y ahora le daban una radioterapia especial que la obligaba a estar muy quieta, por eso la sedaban. Al día siguiente se repitió la escena. Yo observaba y me decía que tenía que hacer algo.

Me daba vergüenza acercarme, pues la madre no hablaba mucho español, pero se me ocurrió decirle a la enfermera que le preguntara si necesitaba algo. La enfermera se quedó algo perpleja, pero lo hizo. Al rato me dijo que a la niña le hacía falta un abrigo. También le vendría bien un cochesito. En ese momento me entusiasmé. Tenía un cochesito casi nuevo que guardaba para mi hermana, y varios abrigos de mi hija que seguro le valdrían a la niña… En cuanto llegué a casa preparé lo que pude y tomé también juguetes. Sabía que era a Jesús a quien se lo estaba dando, pues Él mismo dijo: “cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25, 40). Se lo llevé a la enfermera y no salía de su asombro. Me dijo: “Fíjate cómo estás tú, y a nosotras no se nos ha ocurrido preguntarle si necesitaba algo”. Fui llevando más cosas y siempre, al día siguiente, aparecía la niña tan contenta con su bolsito, su muñeco o lo que le hubiera llevado. Era una gran alegría verla enseñando sus cositas “nuevas”.

La madre quería conocerme, si bien yo le había dicho a la enfermera que no le dijese quién era, pues también dice el Evangelio “que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” (Mt 6, 3). Tras mucho insistir, fui a saludarla. Fue emocionante. Me dio un abrazo y con los ojos llenos de lágrimas me dio las gracias. Yo también me emocioné. Durante los cinco días que me quedaban para acabar la radioterapia, me sentaba con ella y hablábamos.

Comencé la radioterapia con miedo y angustiada porque al cabo de un mes y medio mi hija haría la primera comunión y yo me veía fatal, preocupada por si me crecería el pelo. Hoy doy gracias a Dios por haber aprendido a salir de mí misma y ver al hermano que está a tu lado, que también sufre, e intentar hacerte uno con él, acallando tu yo y tus preocupaciones.

S. G. (Murcia, España)

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