20141013-01«Chiara Lubich, nos dejó como herencia el espíritu de familia, permaneciendo abiertos a la humanidad. Esta es la “magna carta” de nuestra comunidad local en Dumaguete, situada en la región central de Visayas, en Filipinas. No faltan las ocasiones para experimentarlo.

Nos comunicaron la situación de una madre y un niño que precisaban una casa, por un período indeterminado. Ofrecimos la nuestra, sin pensar en las consecuencias. Para acogerlos de la mejor manera posible, preparamos todo. Estudiamos también un poco la cultura de su pueblo de origen. Después de un mes de su llegada nos dimos cuenta de que se trataba de un gran desafío pues tuvimos que cambiar muchas de nuestras costumbres. Ambos traían consigo el malestar de la experiencia anterior.

La madre, agitada y llena de odio, dudaba del amor de Dios. El niño estaba siempre inquieto, era violento y caprichoso. Cuando la situación se volvió insostenible dirigimos nuestra mirada a Jesús Crucificado, que parecía que nos dijera: “Si no me aman ustedes, ¿quién me amará?”. Este pensamiento nos dio coraje para seguir adelante.

Comprendíamos que teníamos que dialogar con ellos para amar más concretamente. Cocinando por ejemplo sus comidas favoritas o realizando las actividades más apropiadas. Nos parecía importante que el niño asistiera a la escuela y que la mamá encontrara un trabajito. Nos ocupamos de esto: cada uno hizo sugerencias sobre el trabajo y a través de una comunión de bienes cubrimos algunas necesidades como por ejemplo el uniforme para que el niño asistiera a la escuela. Algunos de nosotros hacìan turnos para estar con él cuando la mamá estaba en el trabajo. Esto procuró mucha alegría a todos. Los invitaron a los cumpleaños y a las fiestas de los miembros de la comunidad y la mamá y el hijo encontraron así un círculo de amigos y poco tiempo después dijeron que se sentían como “en su casa”. Con el correr del tiempo, gracias al amor de todos, empezaron a reconocer el amor de Dios; la madre tuvo la oportunidad de comenzar una nueva vida, alquilando un apartamento –que amueblamos entre todos- y encontró su autonomía.

Otro episodio que se nos presentó fue el de una pareja a la que ofrecimosnuestra cercanía cuando al esposo se le diagnosticó un tumor en fase avanzada. Solo la esposa tenía un sueldo estable y enseguida se empobrecieron al tener que comenzar el tratamiento. La comunidad trató de amarlos concretamente: no se trataba de contribuir sólo con dinero, sino que también había que colaborar con el propio tiempo para atenderlo, o compartir los conocimientos sobre cómo tratar con un enfermo como él. Cuando ya estaba postrado en su cama, las religiosas de la congregación de Hermanas de San Francisco, dedicada a los pobres, se ofrecieron a llevarle la Comunión cada día. Vivimos toda esta situación con esta pareja hasta el final. Durante el funeral, la comunidad se hizo cargo de ese momento, de los preparativos de la Iglesia y del servicio fúnebre. Se sentía fuerte el clima de familia.

Una amiga de nuestra hija vino a vernos mientras que jóvenes y adultos estábamos preparando una actividad. Fue algo nuevo para ella ver que una persona adulta le otorgaba mucho respeto y credibilidad a las opiniones de los jóvenes, algo que no es común en el ambiente donde ella había crecido. Nos contó que antes de encontrar a las gen (jóvenes del Movimiento), su vida “era un desastre”. No tomaba en serio el estudio y se drogaba. En determinado momento mi hija, que es su mejor amiga, se mudó a otra ciudad, debido a sus estudios, pero las gen siguieron permaneciendo cerca de esta joven. Nosotros la recibimos en casa y poco a poco comenzó a cambiar, hasta que mejoró su rendimiento escolar y abandonó el uso de la droga».

 

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