20151213-01
«El Magnificat», vitral, comunidad de Taizé

En el centro de este potente himno que es el Magnificat, que expresa el ímpetu de los profetas con la profecía de la redención, está también expresada una referencia a la misericordia divina, que puede parecer un agregado retórico. Me parece que, en cambio, la alusión a la misericordia del Padre, en el centro del himno, tiene un valor capital, y contiene la explicación de la concisa, exuberante lista de hechos divinos, que dan una belleza inaudita e inmediatez constante a la improvisación poética de la jovencita quinceañera, que custodiaba y maduraba en su seno a Jesús.

En la primera parte, María exalta al «Potente que hizo grandes cosas» en su «sierva», de modo que todas las generaciones futuras, la declararán bienaventurada. Dios hizo el milagro de la encarnación del Verbo en una joven pobre, humilde, de un desconocido pueblo de Israel; de donde llegará la salvación para la humanidad de todos los tiempos. Por lo tanto ella observa: «su nombre es santo – y su misericordia (va) de generación en generación…»

La redención nace pues, de un acto de piedad del Padre divino hacia los hombres. Si él ha realizado ese prodigio de amor, que sólo un Dios podía realizar, que consiste en el nacimiento del Hijo en la tierra a través de una jovencita del pueblo y de hacerlo morir en un patíbulo por el bien de la humanidad, se debe a un acto de misericordia, se debe a un milagro de esa misericordia, que es el amor elevado al máximo grado.

Esto exige que se perdone al hermano no hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete: prácticamente siempre, hasta el infinito; que se lo ame hasta dar la vida por él.

Dios «ha socorrido a Israel, su siervo, – recordándose de la misericordia…».

En síntesis, todo, en el gobierno divino, conduce a la misericordia. Y se verá confirmado y aclarado posteriormente en la conducta de ese Jesús, en nombre de quien María habla, sea cuando le dará de comer a las multitudes y curará enfermos, sea cuando echará a los mercaderes del templo y gritará palabras ásperas contra los fariseos y los soberbios.

Es el himno de la total revolución cristiana. Pero el aspecto más revolucionario de ella está justamente en su principio: la misericordia. Por ella no destruye, sino que crea, porque el amor de Dios y del hombre no produce más que bien.

El Magnificat precisa las directivas del proceso de evolución, cambio y renacimiento, en que social y políticamente, además de espiritualmente, se traduce el ideal evangélico. Un cambio que parte del amor, y se concreta en la misericordia. Un ideal similar asume hoy un carácter de urgencia y de actualidad nuevas. Irrumpen de todas partes ideologías y protestas, guerrillas y revoluciones: surgen aspiraciones grandes y hermosas y se introducen también programas destructivos de odio. María enseña cómo orientar y construir esta revolución. Es una mujer, la madre de Dios, que enseña con la palabra y la vida: la vida de la madre de la misericordia. El ejemplo de ella vale tanto más, hoy, cuanto más se revaloriza la femineidad.

 

María nos enseña el camino de la misericordia.

Hoy día es evidente la inutilidad y lo absurdo de las guerras, es decir del odio, y la necesidad de sistemas racionales, elaborados mediante acuerdos, diálogo y, sobre todo, mediante intervenciones y dones, de quien puede en favor de quien no puede. Lo vemos: el envío de armas y dinero favoreciendo a éste o a aquél pueblo sirve para alimentar los conflictos, donde la gente sufre, agoniza y muere; y se depositan semillas de odio contra los mismos donadores. La perspectiva de esta jovencita, que entona entre la gente pobre el Magnificat , es decir el método de la misericordia, es una perspectiva de inteligencia divina y humana, la única capaz de resolver el problema de un mundo amenazado por una última definitiva catástrofe, provocada por la estupidez del odio, la droga del suicidio.

En síntesis, para volver a tener la paz y el bienestar, es necesario que nosotros curemos las llagas materiales y morales de los que sufren, sea de esta parte o de la otra parte del Océano, sean de Europa o de Asia, de América o de África, usando una piedad, fruto de la comprensión; una caridad que no es debilidad, sino abolición de las injusticias y de los egoísmos para lograr que la coexistencia sea una convivencia, de las naciones, una familia. Así lo quiere Jesús, el hijo de María, como asegura también su Madre.

Igino Giordani, en «Mater Ecclesiae» n. 4/1970

www.iginogiordani.info

 

 

 

 

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