El Evangelio no es sólo una colección de palabras. Es también una serie de hechos. Es vida. Jesús, además de predicar, curó a los enfermos, consoló a los afligidos, resucitó a los muertos, les dio comida a los hambrientos. Vivió las obras de misericordia porque ama­ba. «Me da lástima esta gente», exclamó un día viendo la muchedumbre hambrienta; y multiplicó los panes para darles de comer. Y en la Reden­ción el pan asume un valor sagrado. Jesús vinculó al pan el más grande misterio; y convirtió el banquete eucarístico en el centro de la vida en la comunidad de la Iglesia, conectando siem­pre las dos cosas: cuerpo y espíritu, tal como había unido en sí mismo lo divino y lo humano.

Por tanto, se ama a Dios, al Padre, también dando de comer al hermano que tiene hambre.

Según un pensamiento de los Padres de la Iglesia, quien, pudiendo alimentar a los desnutridos, a los mal nutridos, a los hambrientos, no los ayuda, es un homicida, más aún, un deicida. Deja mo­rir a Cristo.

Desde el punto de vista del Evangelio, quien, durante los años de guerra, condenó a unos presos a morir de hambre, renovó la crucifixión. Asesinó – ­por así decirlo – al mismo Dios. Las multitudes de desplazados, en medio de la nieve o bajo el sol ardiente, dentro de vagones blindados o en barcazas aisladas cuya monotonía era interrumpida sólo por el colapso de los hambrientos, marcan la línea del ateísmo práctico, aunque sea perpetrado en nombre de Dios. Fue por esto que San Vicente de Paúl se subió a las galeras de los muy cristianos reyes, en las que los galeotes caían extenuados.

La obra de misericordia, reconstituyendo la justicia, se presenta no como mero suministro de comida o de dinero para comprarla. «Las obras de misericordia no benefician a nadie sin el amor», dice San Agustín. «Y aunque repartiera todo lo que tengo a favor de los pobres, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve» (1 Cor 13, 3), dice San Pablo a aquellos cristianos que comparten el pan de los ángeles y no el de los hombres. La mujer fría y engreída, que da la limosna a los pobres y no les abre su alma, hace un gesto puramente burocrático. Cristo no se alegra de ello. Los actos de asistencia social benefician poco o nada a los fines de la vida religiosa, si quien los realiza no inyecta en ellos ese alimento divino, ese ardor de Espíritu Santo, que es la caridad.

20160213-06Nadie se emociona o le agradece al grifo que nos da el agua o con la lámpara que nos da luz, – notaba Ozanam. «No sólo de pan vive el hombre», el cual es alma, además que estómago.

La obra de misericordia es un deber moral y mate­rial: alimentando a quien sufre, me alimento a mí mismo; ya que su hambre es mi hambre y la de todo el cuerpo social, del que soy parte orgánica. No se puede tirar al mar el trigo, cuando hay quien tiene hambre en otras partes del mundo. «Muchos, somos un solo organismo»; y no se puede herir un órgano para favorecer otro. Si no, se paga: con las revoluciones, los desórdenes y las epidemias acá, y luego allá con el infierno.

Fue dicho: la tierra muere, las reservas del planeta se reducen y las guerras crecen precisamente por el hambre. Algunos quisieran resolver el problema con las mismas guerras y con el control de la natalidad, suprimiendo la vida. Y en cambio no son las reservas las que faltan: lo que falta es el amor – y la in­teligencia – que las haga circular. La circulación es vida; el estancamiento en la acumulación es fuente de odios, revolu­ciones y guerras: es muerte.

«Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Actuando así, harás que se avergüence de su conducta». (Rm 12, 20).

Las obras de misericordia cumplen el milagro de poner en circulación el amor, haciendo circular el pan: un milagro que hace que regalar un pan sea una especie de sacramento social, con el cual se comunica, mediante el amor, al mismo Dios, y se nu­tre, con el cuerpo, también el alma.

Igino Giordani

(tomado de Igino Giordani, Il fratello, Città Nuova, Roma, 2011, pp.63-67)

 

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