maxresdefault2«Aunque intuíamos que el fundamento del Evangelio es la caridad (el amor al prójimo) y que ésta es el «vínculo de la perfección», no comprendimos inmediatamente cómo había que hacer para vivirla, con quién tenía que ponerse en práctica y en qué medida.

Al principio, movidas sobre todo por las circunstancias dolorosas de la guerra, dirigimos nuestro amor hacia los pobres, seguras de que en aquellos rostros demacrados, a veces repugnantes, podíamos reconocer el rostro del Señor.

Fue un aprendizaje. Nosotras no estábamos acostumbradas a amar de forma sobrenatural. Nuestro interés había llegado, cuando más, hasta nuestros familiares o amigos, en ese óptimo respeto o sana amistad natural.

En cambio ahora, bajo el impulso de la gracia, y confiando en Dios y en su Providencia, que cuida de los pájaros del cielo y de las flores del campo, dedicábamos nuestros cuidados a todos los pobres de la ciudad. Procurábamos hacerles venir a nuestras casas y sentarles a nuestra mesa. (…)

Si no podíamos acogerles en casa, nos encontrábamos con ellos en la calle, en determinados lugares y les entregábamos todo lo que habíamos recogido. Los visitábamos en los tugurios más míseros y procurábamos confortarles también con medicamentos.
Los pobres eran realmente el objeto de nuestro amor, porque por ellos y a través de ellos podíamos amar a Jesús. Ellos constituían también el interés de todas las demás personas que habían sido atraídas por el mismo Ideal.

Al crecer la comunidad en torno al primer núcleo de focolarinas, aumentaban también las posibilidades de ayuda y asistencia para todo el que sufría. Y era un espectáculo, realizado no se sabe si por manos de hombre o de ángel, ver llegar los víveres, ropa y medicamentos: insólita abundancia que, en los últimos años de la guerra, daba la clara impresión a cualquiera, de una intervención especial de la divina Providencia. (…)

Eran hechos pequeños que suceden a cualquier seguidor de Jesús que conoce el “pidan y se les dará” (Mt 7, 7) pero que nos dejaban admiradas. A la vez nos estimulaban aquellos otros hechos extraordinarios sucedidos a los grandes hermanos que nos habían precedido. También ellos probaron, cuando todavía no eran santos, las dificultades de la ascensión a Dios, teniendo que fundir la dura personalidad humana en el fuego de la divina caridad.

¿Acaso santa Catalina no había amado tanto a los pobres que dio a uno de ellos su manto y a otro la pequeña cruz de su rosario? ¿Y no es cierto que en las noches siguientes Jesús, en visión, había venido a darle las gracias por los regalos que le había hecho a Él en los pobres? Y san Francisco, ¿no dio unas treinta veces su manto a los pobres? ¿Qué significaba para nosotras quitarnos los guantes en invierno para darlos a quien durante horas tenía que estar pidiendo limosna bajo la nieve, para vivir? (…)

Pero, a pesar de la enorme generosidad de cada uno (…) comprendíamos que quizás no era ésta la finalidad inmediata por la que el Señor nos había impulsado a la caridad concreta. Más tarde nos pareció comprender que Él nos había orientado en esa dirección también por un motivo muy concreto: con la caridad, viviendo la caridad, se comprenden mejor las cosas del Cielo y Dios puede libremente iluminar a las almas.

Y fue quizás ese amor concreto lo que nos hizo comprender más tarde que nuestro corazón tenía que dirigirse no sólo a los pobres, sino a todos los hombres, sin distinción alguna.
Ciertamente había personas a las que había que dar comida, bebida, vestido, pero también había otras a las que instruir, aconsejar, soportar, que tenían necesidad de oraciones…

Las obras de misericordia corporales y espirituales se abrieron como un abanico ante nuestro espíritu: éstas eran, además de todo, las preguntas concretas que el Juez de nuestra existencia nos dirigiría a la hora de determinar nuestra eternidad. Esta consideración nos sumergió en adoración, al constatar el amor infinito de Jesús, que nos las había revelado con su venida para hacer más fácil nuestra entrada en el Cielo. (…)

Dios nos pedía no sólo el amor a los pobres, sino el amor al prójimo, quienquiera que fuese, así como uno se ama a sí mismo.
Y entonces, si alguno lloraba, procurábamos llorar con él, y la cruz se suavizaba; y si alguno gozaba, nos alegrábamos con él, y el gozo aumentaba. «Alégrense con los que se alegran; lloren con los que lloran» (Rm 12, 15)» .

Chiara Lubich, Escritos Espirituales/3, Roma 1996, págs. 36-39.

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