IMG_0046-aLas consagradas están allá, en las fronteras más arduas y riesgosas. Los peligros no las detienen, aún a costa de la vida, confiando sólo en el Esposo de su alma. En el Instituto Virgen del Carmen de Sassone (Roma), se está desarrollando el retiro anual para éstas mujeres: religiosas de varias congregaciones que en la espiritualidad de comunión ven fortalecida su donación a Dios y valorado el servicio hacia los más excluidos. Cada una tiene una historia fascinante, que brota del carisma que suscitó la familia religiosa a la que pertenecen. Quien habla es Sor Viera, Franciscana de los Pobres:

«A los 9 años, junto con mis hermanos, ayudé a mi papá a construir la casa, y a los 14 ya trabajaba en una planta vitivinicola donde reinaban la ambigüedad y vulgaridad, que muy pronto se convirtieron en mi estilo de vida. Sedienta de justicia, me afilié a un partido extremista, pero a los 22 años, harta de todo, me encontré en la terraza del tercer piso para acabar con mi vida. Lo que me detuvo fue, in extremis, el pensamiento de la desesperación en la que se sumiría mi mamá. En los días siguientes, en la parada del bus, encontré a una religiosa que nunca antes había visto, quien intuyó mi malestar y me invitó a un encuentro de jóvenes de los Focolares. Acepté porque quería vencer la idea del suicidio que seguía atormentándome. Escuchando sus vivencias del Evangelio, pensaba que estaban locos, que no hacían sino malgastar el tiempo. Sin embargo, esa noche experimenté una alegría que jamás había percibido. Dios me estaba tomando de la mano, manifestándose tal como realmente es: Amor. En el trabajo empecé a poner en práctica, aunque con dificultad, el mandamiento del amor recíproco, a utilizar frases y tonos serenos, a sonreír y a prestar mayor atención a las compañeras ancianas.

Cada vez más, asistiendo a los encuentros con los jóvenes de los Focolares y con Cristina – la religiosa que me había hablado de ellos – advertía la exigencia de recorrer un camino serio con Dios. Después de una trayectoria de formación, dejé mi casa y mi trabajo para ingresar a la Orden de las Hermanas Franciscanas de los Pobres, una congregación al servicio de los más pobres, entre los que están las chicas de la calle encaminadas hacia la prostitución, la prisión, etc.

Desde hace casi 23 años estoy comprometida en la pastoral penitenciaria, en contacto con los reclusos, sin tener en cuenta su credo y cultura, tanto en la cárcel de Rebibbia (Roma) como, recientemente, en la de Pistoia.
Voy allá sólo para escucharlos, sin esperar nada. Me pongo a su disposición para llamar a sus familiares, a los abogados; les llevo todo lo necesario para enviar sus cartas. Colaboro con los educadores dialogando con ellos, sobre todo cuando surgen problemas. Cada vez que entro en esos ambientes pienso en las palabras que Jesús dirigió a los fariseos que querían apedrear a la adúltera: “Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Viviendo en primera persona la misericordia de Dios, trato de tener un profundo sentido de acogida hacia cada uno de ellos, tal como es, en la plena confianza. Sólo Dios juzga, un Dios que ama a todos. A menudo la confianza se vuelve recíproca y entonces se sienten impulsados a hablar de sus vivencias, de sus dramas, de sus dificultades de convivencia, del sufrimiento por verse faltos incluso de lo necesario.

Esta actitud de hacerse uno que Chiara Lubich nos enseñó, es la llave de oro que me permite construir un diálogo pacífico y respetuoso con todos.

En Pistoia los reclusos son unos 200, entre adultos y jóvenes, además de la sección llamada Menor para quienes cometieron delitos graves. Al inicio fue difícil afrontarlos, porque en Rebibbia me encontraba sólo con mujeres. Pero luego me di cuenta de que “No hay ni hombre ni mujer”, como dice San Pablo, y que todos son candidatos a la unidad. Voy a verlos tres o cuatro veces por semana. Conversamos en la capilla, delante de Jesús Eucaristía, y en general todos me dicen que estos coloquios deben repetirse, que me siguen esperando. Me cuentan de sus angustias, sus miedos, sentimientos que trato de aliviar recordándoles que cada uno de nosotros está en el centro del amor de Dios.

Algunos me confían también que han regresado a Dios, como hizo recientemente una reclusa de Rebibbia, quien luego me escribió: “Quisiera recuperar todo el tiempo que tiré al viento. Espero que la vida me dé una segunda oportunidad para poder rescatarme a mí misma y a mi familia, para demostrar que yo también valgo, que yo también puedo hacer algo bueno. Queridísima Sor Viera, espero que me permita seguir teniendo su amistad, agradezco a Dios que nos hizo encontrar”.

 

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