“Sean una familia –fue la invitación de Chiara Lubich dirigiéndose a personas deseosas de vivir la Palabra de Dios-. Y dónde ir para llevar el ideal de Cristo, (…) nada mejor que tratar de crear con discreción, con prudencia, pero con decisión, el espíritu de familia. Éste es un espíritu humilde, que desea el bien de los demás, no se infla… es (…) la auténtica caridad”[1].

El nuevo director
En su “discurso programático” el nuevo director había hablado de la empresa como una familia en la cual todos eran corresponsables. El clima entre nosotros era fluido y cordial… pero ante las primeras dificultades, quizás por inexperiencia, él se rodeó de sólo algunos de su confianza y a la hora de tomar decisiones prácticamente excluía a todos los demás. Me animé y, por amor a él y a todos los empleados, un día fui a la dirección para preguntarle cuáles preocupaciones no estaban atormentando. Parecía otra persona con respecto al inicio, uno que veía sólo enemigos. ¿Quizás habíamos hecho algo contra él que lo empujaba a actuar así? No respondió y se despidió excusándose diciendo que tenía un compromiso urgente. Algunos días después me llamó y, disculpándose, me confió que se sentía incapaz de mantener la solidaridad que hacía que todo se le escapara de las manos. Me pidió ayuda. Lo convencí de que se abriera con todos nosotros, preguntando si realmente queríamos estar en su proyecto. Fue un momento de gran comprensión recíproca. Algo empezó a cambiar
(H.G. – Hungría)

En el correo
Al inicio del coronavirus, fui al correo a enviar un paquete. En la fila de las pensiones estaba una señora anciana con la mascarilla, que se sintió mal, se desvaneció y cayó al suelo. Corrí hacia ella, pero no tenía la fuerza para levantarla.  Ante mi pedido de ayuda noté en los demás cierta resistencia y sólo respondió un chico lleno de tatuajes, que vio la escena desde afuera del correo. Hicimos sentar a la anciana, quien aparte del dolor por la caída se recuperó bien, le pedí al chico que la ayudara con su trámite, mientras yo iba a mandar mi paquete. Él no sólo me ayudó a subirla al automóvil, sino que quiso venir con nosotros hasta la casa de la señora. Como ella tenía estetoscopio, le medí la presión. Una vez que salimos, el chico me dijo: “Estaba riendo con mis amigos de ver cómo se comporta la gente que se deja guiar por el miedo. Lo que usted hizo por ella es grande”. Después de algunos días fui a visitar a la anciana. Quedé sorprendida y también conmovida cuando me contó que aquél chico le había llevado galletas hechas por su madre.
(U.R. – Italia)

Sanar el pasado
¡Lástima! Era una colega competente en su trabajo, pero afligía a los demás con su pesimismo. Entre otras cosas su envidia, no sólo hacia mí, sino hacia lo demás colegas, la inducía a hablar siempre mal de todos. Como consecuencia, con una excusa o con otra, nadie quería trabajar con ella. ¿Qué hacer?¿Dejar que las cosas siguieran así, con la incomodidad de todos? Con ocasión de su cumpleaños se me ocurrió una idea, organizar en la oficina una colecta para hacerle un regalo. Cuando la llamamos para festejarla con dulces que habíamos traído de casa, dibujos hechos para ella por los niños de las colegas y una linda cartera como regalo, estaba conmovida e incrédula. Durante varios días no pronunció una palabra. Nos miraba como un pajarito herido. Después lentamente empezó a contarme de su infancia, de sus amores fracasados, de las divisiones en su familia… Nos hicimos amigas. Ahora frecuenta nuestra casa y ayuda a mis hijos con las tareas de matemática y de inglés. Es como de la familia. Parece que también su pasado se ha resanado.
(G.R. – Italia)

A cargo de Stefania Tanesini

(tomado de Il Vangelo del Giorno (El Evangelio del día), Città Nuova, año VI, n.4, julio-agosto 2020)

[1] C. Lubich, in Gen’s, 30 (2000/2), p. 42.

 

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