Su música recorría la sala del aeropuerto entre la indiferencia de la gente. Un juego de miradas y sonrisas. Estos son los misterios de las buenas relaciones, capaces de generar reciprocidad. Pequeños gestos que te hacen compartir algo con el otro y sentirte parte de la misma humanidad.

Regresaba al Paraguay luego de muchos años pasados en Europa. Me emocioné cuando vislumbré la tierra roja y el verde, tan caractéristicos, mientras el avión descendía para el aterrizaje. El aeropuerto internacional, Silvio Pettirossi, no había cambiado mucho. La primera impresión, al salir del avión, el calor sofocante que me traía recuerdos tan queridos. En vez de asfixiarme me pareció como un caluroso abrazo de tantas personas queridas que encontraría.

Mientras esperaba que saliera mi valija en la gran sala que sirve de embarque, desembarque, zona para recoger las maletas, negocios duty free y un bar en el centro, llegaron a mis oídos las maravillosas notas de un arpa paraguaya. Busqué con la mirada el origen de la música; y allí estaba, sentado delante del bar, como abrazado a su enorme instrumento musical, un hombre con un rostro sereno y de fuertes rasgos indígenas: el arpista paraguayo. Su música se esparcía por la sala, llenándola de armonía y de alegres notas de una polca paraguaya. Me llamaron la atención su discreción y la indiferencia de la gente, como si estuviera acostumbrada a la música del arpista; como si fuera parte de la escenografía de la sala, igual que el bar, los negocios o la zona para recoger las maletas. El hombre parecía resignado a tocar notas tan maravillosas, sin que nadie –en apariencia– lo tomara en cuenta. Instintivamente revisé en mis bolsillos y recordé que había apartado 5 dólares para dar la propina al maletero (en general niños) que se ofrecería a cargar con mis maletas hasta el vehículo que vendría a buscarme. Me acerqué discretamente al arpista, lo miré agradecido, y dejé los 5 dólares en la gorra que tenía delante, temiendo herir su sensibilidad, porque su música valía mucho más que eso. Fue un gesto simple, en el cual puse toda la intención de agradecer y reconocer su talento, también en nombre de quien no lo percibía.

Pasaron tres semanas inolvidables, llenas de reencuentros con gente tan querida, y me volví a encontrar en la misma sala del aeropuerto, esta vez para tomar el avión que me reportaría de regreso a Montevideo, donde residía. Estaba aún saludando a mis amigos que, desde afuera, seguían levantando las manos, cuando a mis oídos esta vez me sorprendieron las notas de … ¡La cumparsita! El tango más famoso que ganó su popularidad gracias a la inolvidable voz de Carlos Gardel. ¿Qué había sucedido? Estábamos en Paraguay, donde se toca y escucha música paraguaya. ¿De dónde salía ese tango? Lo busqué con la mirada, con un pálpito. Y allí lo volví a encontrar, sentado con su inseparable arpa, que me miraba con una sonrisa cómplice, como diciendo: “¿Te gustó la sorpresa que te di?”. Yo le respondí “que me encantó”, con otra sonrisa cómplice, aunque también lo miraba como preguntándole cómo había hecho para reconocerme entre tanta gente que por allí va y viene y, sobre todo, cómo había adivinado que soy argentino.

Son los misterios de las buenas relaciones, capaces de generar reciprocidad. Son pequeños gestos que te hacen compartir con el otro y sentirte parte de una misma humanidad. Desde entonces, cada vez que me ve aparecer en la sala de embarque, desembarque, zona de maletas y de duty free … interrumpe su polca y parte con un tango siempre diferente, dedicado a su amigo argentino.

Gustavo E. Clariá

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