«Cuando uno llora, debemos llorar con él. Y si ríe gozar con él. Así se reparte la cruz, al ser llevada por muchos hombros y se multiplica la alegría, compartida por muchos corazones. Hacerse uno con el prójimo es un camino, el camino por excelencia para hacerse uno con Dios. (…) Hasta establecer entre los dos los elementos esenciales para que el Señor pueda decir de nosotros: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Es decir hasta garantizarnos, por cuanto está en nuestras manos, la presencia de Jesús y caminar en la vida, siempre, como pequeña iglesia en marcha; iglesia incluso en casa, en la escuela, en la oficina, en el parlamento. Caminar en la vida como los discípulos de Emaús, con ese Tercero entre nosotros que da valor divino a todo nuestro obrar.

Por tanto, no somos nosotros, míseros y limitados, solos y dolientes, los que actuamos en la vida. Camina con nosotros el Omnipotente, y quien permanece unido a Él da mucho fruto. De una célula nacen más células, y de un tejido más tejidos. Y hacerse uno con el prójimo se logra con ese completo olvido de sí mismo que – sin advertirlo y sin preocuparse de ello – posee quien se acuerda del otro, del prójimo.

Esta es la diplomacia de la caridad, que tiene muchas expresiones y manifestaciones de la diplomacia ordinaria, por lo cual no dice todo lo que podría decir, pues no le gustaría al hermano y no sería agradable a Dios; sabe esperar, sabe hablar, y sabe llegar a la meta. Divina diplomacia del Verbo que se hace carne para divinizarnos. Pero tiene un sello especial y característico que la distingue de aquélla de la que habla el mundo, para el cual decir “diplomático” muchas veces es sinónimo de reticente o incluso de falso.

La diplomacia divina tiene esto de grande y de suyo, tal vez únicamente suyo: se mueve por el bien del otro y, por lo tanto, está desprovista de toda sombra de egoísmo. Esta regla de vida debería inspirar toda diplomacia y con la ayuda de Dios esto es posible, porque Él no sólo es dueño de los individuos, sino rey de las naciones y de toda sociedad.

Si cada diplomático es sus propias funciones obrara impulsado por la caridad hacia el otro Estado igual que hacia su propia patria, se vería iluminado hasta tal punto por la ayuda de Dios, que contribuiría a establecer entre los Estados relaciones análogas a las que debe haber entre los hombres. (…)

Que Dios nos ayude y dispongámonos a ello para que, desde el Cielo, el Señor pueda ver este nuevo espectáculo: su testamento realizado entre los pueblos.

A nosotros nos puede parecer un sueño, para Dios en cambio, es la norma que garantiza la paz en el mundo y la valoración de los individuos, en la unidad de esa humanidad que ya conoce Jesús».

Chiara Lubich – Meditaciones (1959)

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