20141105-04Fiorella: «Enseguida descubrí que Andrés era ateo y muy popular entre las chicas. Me sentía atraída por él, pero no quería ser una entre tantas. En mi corazón decidí que un tipo así era mejor olvidarlo, pero luego, en la discoteca, caí entre sus brazos».

Andrés:» Realmente Fiorella era una entre tantas. Antes de decirle, sorprendido de mí mismo, que tal vez hubiera podido incluso considerar que estaba con ella porque la quería, pasaron dos años».

Fiorella: «Yo era consciente de que esa relación no llevaba a ningún lado. No había diálogo, ni hacíamos proyectos. Me había vuelto la sombra de Andrés, ya sin personalidad ni sueños. Decepcionada, decidí dejarlo. Para evadir la realidad cambié trabajo y ciudad, pero después de un tiempo me sentí sola y llena de tristeza. Una mañana, casi desesperada, me encontré ante la puerta de una iglesita para ‘gritar’ mi ‘por qué’ a ese Dios que hacía tiempo había dejado. Una vez terminado el contrato laboral, volví a la casa de mis padres. Algunos días después, una amiga que hacía mucho que no veía, me habló de Dios y me invitó a una convivencia de algunos días con personas que se comprometían a vivir el Evangelio. Entrando en la sala, quedé impactada por una frase del escenario: Dios es amor. Me pregunté cómo Dios podía amar a una como yo: maquillaje pesado, tacón 12, pelo rojo fuego. Sin embargo, desde el primer día advertí su presencia. Descubrí que había encontrado lo que desde siempre buscaba y corrí a vaciar mis miserias en el confesionario con el propósito de poner en práctica el Evangelio. Después de aquella mi primer “Mariápolis”, la Eucaristía se volvió mi fuerza vital».

Andrés: «Fiorella cambió. Ahora hablaba, pero lo peor –según mi punto de vista de entonces– era que hablaba de Dios. Queriendo ser tolerante decidí no dejarla, pero estaba celoso de ese Dios que me la estaba robando. Me asombraba su serenidad, su alegría de vivir, su manera nueva de quererme que me llenaba el corazón. Empezamos a intercambiarnos opiniones, valorando las exigencias interiores del uno y del otro. ¿Y si fuera verdad que la amo? Sorprendido de mí mismo, llegué a pedirle matrimonio, aceptando que nos casáramos por la iglesia. Después del matrimonio, un accidente laboral me obligó a estar inmóvil. La única novedad eran las visitas de aquellas familias que Fiorella había empezado a frecuentar. Apenas pude, fui a la casa de una de ellas para comprender los motivos de tanto interés hacia mí. Hablamos de todo, también de la fe, hasta las tres de la mañana. Estaba fascinado. «¡Éstos son tipos serios! –me dije a mí mismo-, yo también quiero vivir como ellos, yo también quiero ser el primero en amar». Un sábado vi el lavadero de la cocina lleno de platos. Fiorella estaba trabajando. Para que los vecinos no me vieran, cerré las persianas y empecé a ordenar todo, para decirle todo mi amor con los hechos. Intenté también planchar, aunque me demoré unas dos horas con una sola camisa. Y mientras estaba haciendo todo esto, advertí que en mí afloraba una certeza: Dios existe, Dios es Amor. Junto con la fe, nació en mí también la necesidad de orar. Se lo dije a Fiorella, proponiéndole que lo hiciéramos juntos. Con un poco de vergüenza, con las luces apagadas, cada uno a un lado de la cama, esa misma noche oramos juntos por primera vez».

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Fiorella: «Después de doce años de logros, de derrotas, de recomenzar y de mucha alegría por el amor nuevo que iba creciendo entre nosotros, y por el nacimiento de nuestros dos hijos María Giovanna e Iván, recibimos la propuesta de trasladarnos a Honduras para sostener la naciente comunidad de los Focolares. Jesús nos pedía que lo siguiéramos como familia a Él solo, dejando concretamente casa, trabajo, parientes. En Tegucigalpa nos esperaba un mundo para nosotros desconocido: con costumbres, idioma y cultura diferentes. Y con la difícil realidad del pueblo hondureño que cada día tgolpeaba a nuestra puerta».

Andrés: «Aprendimos el ‘hacerse uno más profundo’, sumergiéndonos en sus vidas en una fuerte experiencia de inculturación. Los frutos de evangelización son innumerables: vocaciones, matrimonios regularizados, familias que se recompusieron, regresos a Dios, pasos de fraternidad entre personas de varios estratos sociales. Después de ocho años, dejamos una comunidad construída paso a paso sobre el amor concreto que tratamos de donar, involucrando también a nuestros hijos que, mientras tanto, ya eran tres. De hecho, mientras estábamos en Honduras, nació Juan Diego, al que le pusimos este nombre en honor del santo al que se le apareció la Virgen de Guadalupe. A ella le seguimos confiando ese pueblo tan generoso que nos cambió la vida».

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