PuertoRicoHurricanePasó ya un mes y medio del paso devastador del huracán María, que el 20 de septiembre pasado, con vientos de 250 km por hora y lluvias torrenciales, causó la muerte de decenas de personas y la destrucción de miles de viviendas.

Desde el lejano 1928, Puerto Rico no experimentaba condiciones meteorológicas tan adversas.  Un huracán de categoría 5 pasó asolando el país. Desde ese día, la isla, que cuenta con más de 3 millones y medio de habitantes, sufre un grave problema de abastecimiento de agua potable, alimentos, medicinas, corriente eléctrica. Las dificultades no se han acabado, y podrían conducir a un éxodo sin precedentes, reduciendo aún más las posibilidades de recuperación a mediano plazo.

En medio de estas enormes dificultades, también la comunidad de los Focolares brinda su contribución localmente mediante la recolección de alimentos y ropa para aliviar a la población. «Algunos de nosotros sufrieron pérdidas materiales – escriben –. Una familia, por ejemplo, lo perdió todo y logró rescatar sólo pocos objetos de la furia del huracán. Al momento se encuentran en un pequeño apartamento que les pusieron a disposición, pero toda la comunidad está haciendo una comunión de bienes para ayudarlos. La reconstrucción del país será lenta, pero confiamos en Dios y nos ponemos en sus manos».

Son muchas las experiencias con los vecinos y las personas en dificultad.
«Ayer, por segunda vez, una señora elegante caminaba por mi calle confundida y sin rumbo. Era evidente que se había perdido. La seguí, sin perderla de vista, hasta que la alcanzó otra persona que la estaba buscando. Me explicó que la señora sufre de Alzheimer y que había salido del instituto donde vive, porque el huracán se había llevado el portón de la parte de atrás del edificio. Además la planta eléctrica no funciona y adentro hacía demasiado calor. Volviendo a casa, hablé con un amigo que reparte diésel y me prometió que les llevaría. Luego contacté a otras personas que fueron a arreglar el portón. Ahora ese lugar está seguro».

«Ayer, muy temprano, como a las 5 a.m., me puse a hacer fila para cargar gasolina. Por el espejo retrovisor de mi coche, vi que detrás había un bus. La espera era larga y pude seguir toda la escena. En el lugar del conductor estaba sentado un hombre muy enojado, que maldecía continuamente. A su lado una mujer, tal vez su esposa. De la ventanilla del lado del hombre salía un fastidioso olor a cigarrillo.
Delante de mí tenía unos 20 coches. Además, nos enteramos de que la gasolinera abriría sólo a las 8 a.m. y no a las 6, como pensábamos.
Mientras esperábamos, la mujer se me acercó y me pidió que le ayudara a mover el bus, ya que la fila avanzaba, su esposo se había alejado y ella no alcanzaba los pedales.
En un primer momento
me negué, con la excusa de que no sabía conducir ese tipo de vehículo. Pero el motivo real era otro: ese hombre, y su manera de comportarse, no me agradaban. Entendí que tenía que cambiar mi actitud y aceptar ese pedido como si me lo hiciera Jesús mismo. Cuando el chofer volvió, le expliqué que yo había movido el bus a petición de su esposa. Entonces empezó a desahogarse, y en el tiempo de espera que quedaba me contó todas sus dificultades. Cuando logramos llenar los coches de gasolina, él era una persona distinta. Nos dimos la mano. Había logrado superar mis prejuicios».

«La carretera de donde vivo quedó totalmente bloqueada por los escombros y los árboles arrancados por el huracán. La mayoría de mis vecinos son adultos mayores con difíciles condiciones de salud. Pensaba en lo que sucedería si se llegaran a necesitar una ambulancia. Empecé entonces a cortar los troncos y moverlos. Viéndome tomar la iniciativa, una cadena de personas se unió a mi tarea y juntos liberamos la carretera. Al final compartimos un rico almuerzo preparado con todo lo que cada uno pudo aportar».

«Quisimos compartir con los vecinos todas las provisiones de agua y comida. Las reservas han ido disminuyendo, pero las relaciones entre nosotros se han intensificado».

 

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