Es precisamente con la muerte en Cruz, el Viernes Santo, que Jesús nos imparte la altísima, divina, heroica lección de qué es el amor.

Había dado todo: una vida junto a María, de privaciones y en la obediencia. Tres años de predicación revelando la Verdad, dando testimonio del Padre, prometiendo el Espíritu Santo y haciendo toda clase de milagros de amor. Tres horas en la cruz, desde la cual da el perdón a sus verdugos, abre el Paraíso al ladrón, nos dona a nosotros la Madre y, finalmente, su Cuerpo y Sangre, después de habérnoslos dado místicamente en la Eucaristía.

Le quedaba la divinidad. Su unión con el Padre, que lo había hecho tanto potente en la Tierra, como Hijo de Dios, y tanto regio en la cruz, tenía que dejar de hacerse sentir, desunirlo en cierto modo de Aquél que había dicho que era uno con Él: «El Padre y yo somos uno” (Jn. 10,30).

En Él el amor se había anulado, la luz apagado, la sabiduría callaba.

Estábamos separados del Padre. Era necesario que el Hijo, en quien todos nosotros nos encontramos, experimentara la separación del Padre. Tenía que experimentar el abandono de Dios, para que nosotros no estuviéramos nunca más abandonados.

Jesús supo superar tan inmensa prueba volviéndose a abandonar en el Padre. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23,46) – y así ha vuelto a componer la unidad rota de los hombres con Dios y entre ellos. Y se manifiesta en nosotros ahora como remedio de toda desunidad, como llave de la unidad.

Ahora nos toca a nosotros corresponder a esta gracia y hacer nuestra parte.

Porque Jesús se ha recubierto de todos nuestros males, nosotros podemos descubrir detrás de cada dolor, de cada separación nuestra, a él mismo, su rostro. Lo podemos abrazar en los sufrimientos, en las divisiones, y decirle nuestro sí como hizo Él, volviéndose a someter a la voluntad del Padre. Y Él vivirá en nosotros –quizás todavía adolorados- como Resucitado; lo demostrará la paz que regresará a nosotros.

Chiara Lubich

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