Para los antiguos Cristo quería decir rey. Pero Cristo fue un rey fuera del esquema reconocido: porque nació en un establo de la hija de unos campesinos, entre el ganado y los pastores. Mientras que los otros soberanos provenientes de lo alto, bajaban de los tronos para dominar, Él venía de lo bajo, del último estrato, para servir: debajo de todos, para ser siervo universal. Y en este servicio consitió su soberanía.
Todo es sencillo y encantador, como un idilio, en este nacimiento de un niño en el corazón de una noche ventosa –en el corazón de la noche de los tiempos-: un niño enviado para salvarnos. De quien el mundo tenía necesidad para ser salvado. Estaba lleno de mal, tomado por una enfermedad, una fiebre que estaba deshaciendo a la humanidad. Y Jesús trajo la salud, y restableció la vida, y derrotó a la muerte.
Cuando apareció el Salvador, una gran luz aclaró la noche. Permanece la noche, pero permanece también la luz; y en el cristianismo es siempre Navidad. No se cede a la muerte: se recomienza siempre. Y Navidad trae, entre lágrimas, la alegría, incluso hoy. Dios baja entre nosotros, nosotros subimos a Dios; Él se humaniza y nosotros nos divinizamos; el punto de encuentro es el corazón de Él.
A partir de su nacimiento nace un nuevo pueblo. Como le anunció en ángel a los pastores asombrados: -No teman; les anuncio una gran alegría para todo el pueblo. Para todo el pueblo, alegría: sin excluir a nadie, de ninguna clase o raza o lengua o color; porque donde tienen lugar las discriminaciones, allí incide la muerte.
La Iglesia existe por Cristo; porque Cristo, así como nació para todos una noche en Belén, ha de renacer cada día para cada uno; y nos pide que no lo rechacemos, que abramos el corazón para hospedarlo: aunque sea escuálido como un establo. Se encargará Él de transformarlo en un templo repleto de ángeles.
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