La Editorial Ciudad Nueva nos guía a través de la personalidad poliédrica del nuevo santo Juan Pablo II. Y nos hace descubrirle a través de unos textos inéditos conservados en el Archivo del Centro de Documentación y Estudio del Pontificado de Juan Pablo II, en Roma. Se trata del volumen titulado El Evangelio y el arte.
El texto, publicado por primera vez, corresponde a los ejercicios espirituales que dirigiera el entonces Arzobispo Auxiliar de Cracovia, Mons. Wojtyła, a un grupo de artistas reunidos en la iglesia de Santa Cruz de Cracovia en la Semana Santa de 1962. Como colofón y en estrecha relación con estas meditaciones, el presente volumen también presenta la Carta a los artistas de Juan Pablo II, escrita 38 años más tarde, en la Pascua de 1999.
A continuación y por cortesía de la Editorial Ciudad Nueva, publicamos el prólogo escrito por el Cardenal. Gianfranco Ravasi, Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura:
«El seno del bosque desciende al ritmo de torrentes montanos
Este ritmo me revela a ti, Verbo Primordial.
¡Qué estupendo es tu silencio!
También Adán estaba solo con su estupor
entre criaturas sin maravilla
para las cuales bastaba con existir y fluir… ».
Así cantaba Juan Pablo II en su suprema obra poética, ese Tríptico romano que enlazaba la inmersión en la armonía cósmica de la creación con la contemplación de la «policromía Sixti-na», el admirable espacio de Miguel Ángel donde Karol Wojtyła había recibido las llaves de Pedro. Cuando el Papa escribía estos versos, a sus espaldas se extendía, en lo cultural, no solo su itinerario filosófico y teológico personal, sino que también se desplegaba un sendero de altura que nunca había abandonado: el del arte.
De la poesía al teatro, pasando por la admiración al genio artístico, había vivido ininterrumpidamente la búsqueda de la belleza y la profesión más alta de este amor en la inolvidable Carta a los artistas, que les había dirigido el día de Pascua de 1999. El incipit lo recalcaba la mirada feliz que el Creador había dirigido a la creación realizada: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno/bello» (Gn 1, 31). Pues es sabido que el hebreo tôb contenido en aquel juicio divino es un adjetivo ético y estético a la vez, por lo que todo el cosmos es «bueno y bello». Y el beato Juan Pablo II continuaba: «Nadie mejor que vosotros, artistas, geniales constructores de belleza, puede intuir algo del pathos con el que Dios, en el alba de la creación, miró la obra de sus manos».
Ahora, remontando el río del tiempo y de los años de vida de este Pontífice tan amado, topamos con la voz del entonces obispo auxiliar de Cracovia, que ya en aquella época abría una primera brecha sobre un mensaje que luego, como arzobispo y como papa, encomendaría constantemente a los artistas. Son las páginas que vienen a continuación y que transcriben las palabras dirigidas precisamente a los hombres del arte reunidos en la iglesia de Santa Cruz de Cracovia en la Semana Santa de 1962, a las puertas de la apertura del Concilio Vaticano II. El templo en el que resonaban aquellas palabras, aunque envuelto por un manto ornamental ba-rroco, aún revela su noble estructura gótica, con sus complejas bóvedas de nervaduras, soste-nidas por pilares sobrios y con la admirable pila bautismal decorada de 1423. En semejante entorno, donde arte y fe se entrelazan, Mons. Wojtyła expone cinco meditaciones cuya trama temática es nítida y esencial y queda perfilada en detalle por el epílogo de Jacek Popiel, figura significativa de la cultura teatral y literaria de Cracovia.
Cyprian Kamil Norwid, un gran poeta polaco del siglo XIX amigo de Chopin, escribía en su poema de diálogo Promethidion (1851): «¿Qué sabes de la belleza?… Es la forma del Amor». Y precisamente de este mismo poema deducía el Papa, en su Carta a los artistas, otra defini-ción: «La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo; el trabajo para resurgir». En las meditaciones de la iglesia de Santa Cruz se da ininterrumpidamente este connubio entre belleza y amor, entre armonía de la conciencia estética y de la conciencia moral. Cuando este paralelo se rompe, se crea «una cacofonía», pues la unidad de la persona humana queda escindida.
El Decálogo y las Bienaventuranzas, o sea, la moral y el amor, son dos tablas ideales de un díptico que encarna la belleza, lo cual tiene su epifanía suprema en Dios y en su Cristo, el pastor bueno/bello (kalós en griego). Las obras de arte son la continua búsqueda y tensión hacia esta unidad de bien y belleza que, por ser divina, es infinita, y por tanto inagotable e inalcan-zable. Entonces resulta significativa la afirmación de otro poeta polaco del siglo XIX, el ro-mántico Zygmunt Krasiński, el cual, en su drama autobiográfico La no divina Comedia (1835), confesaba que el artista es solo el medio, como un canal a través del cual se derrama la belleza, la cual tiene sin embargo una fuente transcendente, de modo que «tú no eres la Belleza», sino que esta es divina, y por ello forma un todo con la verdad y la bondad.
Cada vez que el artista se separa de ese manantial, su obra aridece y pierde la fuente que lo precede y lo excede nutriéndolo y haciendo de él «encarnación» de la belleza trascendente. Por eso, las reflexiones de Mons. Wojtyła tienden progresivamente hacia la dimensión teoló-gica y moral, hacia el hombre interior con «la conciencia de que es un potente factor creativo», hacia la fe, la oración, la Palabra de Dios, la comunión, el silencio, la humildad y la conversión. El dictado es siempre límpido, lineal, plano, de modo que permite una escucha inmediata que de la mente pase al corazón. La perspectiva unitaria que en la belleza se encuentra con la verdad y el amor se transforma, en último análisis, en una llamada ideal que podría sellar el itinerario ramificado que estas cinco meditaciones trazan ante el lector: «Que para el hombre de hoy, para el artista de hoy, el Evangelio vuelva a ser fuente de inquietud creadora, fuente de inspiración (de inspiración literaria, de inspiración en la pintura, en la música y en el arte del teatro). De un modo nuevo, bajo formas nuevas».
Este llamamiento, pronunciado hace medio siglo, enlaza idealmente con las páginas finales de la Carta a los artistas, cuando Juan Pablo II recordaba que «toda inspiración auténtica en-cierra en sí cierta vibración de ese “soplo” con que el Espíritu creador impregnaba desde el principio la obra de la creación… Es una especie de iluminación interior que une la tendencia al bien y a la belleza… Que vuestros múltiples senderos, artistas del mundo, puedan llevar a todos a ese Océano infinito de belleza donde el asombro se convierte en admiración, embria-guez, alegría indecible». Es el mismo llamamiento que Benedicto XVI, diez años después de aquella Carta, repetiría a los artistas de todo el mundo reunidos en la Capilla Sixtina en no-viembre de 2009: «No tengáis miedo de contrastaros con la fuente primera y última de la belleza… La fe no le resta nada a vuestro genio, a vuestro arte; al contrario, los exalta y alimenta, los anima a cruzar el umbral y a contemplar con ojos fascinados y conmovidos la meta última y definitiva, el sol sin ocaso que ilumina y embellece el presente».
CARD. GIANFRANCO RAVASI
Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura