Junio 2014

 
«Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 21).

El evangelista Mateo comienza el Evangelio recordando que ese Jesús cuya historia va a narrar es el Dios-con-nosotros, el Enmanuel (cf. Mt 1, 23), y lo concluye refiriendo las palabras arriba citadas, con las que Jesús promete que estará siempre con nosotros, incluso después de que haya vuelto al cielo. Hasta el final del mundo será Dios-con-nosotros.

Jesús dirige estas palabras a sus discípulos después de haberles encomendado la tarea de ir por el mundo entero a llevar su mensaje. Era muy consciente de que los mandaba como ovejas en medio de lobos, y de que sufrirían contrariedades y persecuciones (cf. Mt 10, 16-22). Por eso no quería dejarlos solos en su misión. Así, precisamente en el momento en que se va, ¡promete quedarse! Ya no lo verán con los ojos, no volverán a oír su voz ni podrán tocarlo, pero Él estará presente en medio de ellos, como antes e incluso más que antes. Pues si hasta entonces su presencia se localizaba en un lugar bien preciso –en Cafarnaún, en el lago, en el monte o en Jerusalén–, de ahora en adelante Él estará dondequiera que estén sus discípulos.

Jesús se refería también a todos nosotros, que tendríamos que vivir en medio de la vida compleja de cada día. Como Amor encarnado que es, habrá pensado: yo quisiera estar siempre con los hombres, quisiera compartir con ellos sus preocupaciones, quisiera aconsejarles, quisiera caminar con ellos por los caminos, entrar en las casas, reavivar su alegría con mi presencia.

Por eso quiso permanecer con nosotros y hacer que sintiésemos su cercanía, su fuerza y su amor.

El Evangelio de Lucas cuenta que después de haberlo visto ascender al cielo, sus discípulos «se volvieron a Jerusalén con gran alegría» (Lc 24, 52). ¿Cómo podía ser? Porque habían experimentado la realidad de esas palabras suyas.

También nosotros estaremos llenos de alegría si creemos de verdad en la promesa de Jesús:

«Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».

Estas palabras, las últimas que Jesús dirige a sus discípulos, marcan el final de su vida terrena y, al mismo tiempo, el inicio de la vida de la Iglesia, en la cual está presente de muchos modos: en la Eucaristía, en su Palabra, en sus ministros (los obispos, los sacerdotes), en los pobres, en los pequeños, en los marginados…, en todos los prójimos.

A nosotros nos gusta subrayar en particular una presencia de Jesús: la que Él mismo nos indicó en este mismo Evangelio, el de Mateo: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Mediante esta presencia, Él quiere poder establecerse en cualquier lugar.

Si vivimos lo que Él manda, especialmente su mandamiento nuevo, también podemos experimentar esta presencia suya fuera de las iglesias, en medio de la gente, en los lugares donde la gente vive, por todas partes.

Lo que se nos pide es ese amor mutuo, de servicio, de comprensión, de participación en los dolores, en las ansias y en las alegrías de nuestros hermanos; ese amor que todo lo cubre y que todo lo perdona y que es propio del cristianismo.

Vivamos así para que todos tengan la oportunidad de encontrarse con Él ya en esta tierra.

 Chiara Lubich

Palabra de vida publicada en su versión íntegra en Ciudad Nueva n. 387 (5/2002), p. 24.

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