Proponemos un testimonio recogido por la revista italiana Città Nuova:
El valor a la hora de proponer una visión distinta de la relación entre cristianos y musulmanes. Escuchar una homilía con la que no se está de acuerdo impulsa a hablar con el sacerdote y, posteriormente, acoger su propuesta de compartir una experiencia con un grupo de jóvenes.
Los días de los atentados terroristas de París y de la enésima matanza en Nigeria me encontraba de paso en una ciudad que no es la mía. El domingo me acerqué a Misa a una parroquia en la que nunca antes había estado. En mitad de la homilía sentí una desazón enorme cuando escuché al párroco decir que, a diferencia de los cristianos, los musulmanes no pueden dejar de imponer su fe, son fundamentalistas por razones… “coránicas”. Temía que quienes estaban escuchando esa homilía extendieran su error. Es cierto que nunca pronunció la ecuación: musulmán es igual a terrorista, pero en esos días en los que aún se estaba bajo los efectos del shock; con los medios de comunicación que no cesaban de hablar de la noticia, haciendo simplificaciones que para nada buscan acercarse a la verdad, lo último que hacía falta era echar más leña al fuego. Además, en sus palabras no aparecía referencia alguna a los comunicados de los líderes religiosos y civiles musulmanes, de los fieles islámicos, de los encuentros interreligiosos que, con claridad y en repetidas ocasiones, habían expresado que esa ecuación no sólo es peligrosa, sino inaceptable histórica y culturalmente.
Dentro de mí comencé a hablar con Jesús: creo que la Iglesia es tu Cuerpo, ese sacerdote soy yo, ¿cómo puedo amarlo? ¿Debo esperar que la homilía acabe pronto rogándote que quienes están escuchando, como yo, anden completamente distraídos y así esas palabras no siembren más cerrazón ni división? ¿Quieres que me levante y diga desde el banco que lo que acaba de decir un ministro tuyo no es cierto? Si debo empezar desde ese “nosotros” en el que Tú nos vas a transformar dentro de unos minutos con la Eucaristía, no me puede frenar mi archiconocida timidez. ¿Cómo puedo ser ahora constructor de paz? Pido ayuda al Espíritu Santo. Entre las distintas soluciones que me cruzan por la cabeza –de la que no escapa la tentación de dejarlo pasar–, me parece que eres Tú quien me recuerda la relación personal que se debe establecer con un hermano cuando se equivoca. Tomo una decisión: iré a hablar con él al acabar la Santa Misa.
Pasando ante el altar, dirijo una breve oración para que el Consejero me sugiera las palabras oportunas y el sacerdote se dé cuenta de que mi única voluntad es la de ser –juntos– hombres constructores de paz. Lo busco en la sacristía y, tras presentarme brevemente, intento explicarle lo que conozco del Islam, sobre todo la experiencia de auténtico diálogo que, dentro del Movimiento de los Focolares, he hecho con fieles musulmanes. Viví durante un año en un país de Oriente Medio y puedo contar episodios que echan por tierra la opinión unilateral que la mayoría de las veces los medios de comunicación nos ofrecen del mundo árabe: ellos, los malos y terroristas; nosotros, los buenos. Hablamos durante más de 10 minutos, él tenía otros compromisos y tuvimos que despedirnos. Se lo encomiendo al Corazón de Jesús junto con sus feligreses.
Mi estancia en esa ciudad se alargó un poco más y al día siguiente, en una capilla distinta, encontré al mismo sacerdote celebrando la Misa. Al acabar, me hizo un gesto de que lo esperase; me invitó a la reunión que esa misma tarde tenían los jóvenes de la parroquia. Se me cruza el título de una película: “Cuando naces… ya no puedes esconderte”, así que ¿cómo iba a decir que no? Al cabo de unas horas volvemos a vernos acompañados de unos 15 jóvenes. Se establece un diálogo que abarca muchos frentes: diferentes posiciones sobre lo ocurrido, miedo, las causas de las guerras, el poder de los medios de comunicación, la libertad de expresión, los valores europeos, la inmigración…
El párroco me da la palabra. Precisamente, unos días antes una amiga mía que vive en Siria había venido a verme. Les dije lo que ella me había contado de cómo son sus vidas bajo las bombas. Argumentos nuevos y más amplios de los que suscita mirar las cosas desde nuestro punto de vista, a menudo tan estrecho, hicieron que se plantearan muchos interrogantes… ¿Podemos hacer algo nosotros? Vivir el Evangelio en serio, vernos sobre todo hombres y hermanos, practicar la cultura del encuentro y no la de la indiferencia, que genera discriminaciones y guetos, buscar una información más cercana a la realidad… Se hace tarde y la reunión tiene que acabar. Fuera de la sala me quedo un rato con algunos que quieren saber más. Hablamos del diálogo interreligioso y de sus frutos, de la unidad en la diversidad… Les cuento la experiencia de un monje budista que, encontrándose en Loppiano, ante la atención concreta y la benevolencia de sus compañeros de casa, ve el Evangelio que se hace vida y ahora tiene otro conocimiento del Cristianismo. Por la atención que prestan, me doy cuenta que es la primera vez que descubren la posibilidad de un diálogo auténtico que, basado en la escucha y estima recíproca, derriba prejuicios y falsedades. No es sincretismo, sino un camino que nos hace encontrar, juntos, lo que nos une y nos permite crecer en el conocimiento de las semillas del Verbo presentes en todas las culturas. El descubrimiento abre un modo nuevo de ver las cosas. ¿Nos das tu número de teléfono? Cuando vayamos a Roma, ¿podemos vernos?
Y agradecemos a Inmaculada Rojas por darnos a conocer este testimonio y traducirlo y Javier Rubio por la revisión.