Noviembre 2019

 
«Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran» (Rm 12, 15)

Después de haber ilustrado a los cristianos de Roma sobre los grandes regalos que Dios ha hecho a la humanidad en Jesús y al donar el Espíritu, el apóstol Pablo indica cómo responder a la gracia recibida, sobre todo en las relaciones entre ellos y con todos.

Pablo invita a pasar del amor por quienes comparten la misma fe, al amor evangélico, dirigido a todos los seres humanos, pues para los creyentes el amor no tiene fronteras ni se puede limitar a unos pocos.

Un detalle interesante: en el primer lugar encontramos la alegría compartida con los hermanos. En efecto, según el gran padre de la Iglesia Juan Crisóstomo, la envidia hace mucho más difícil compartir la alegría de los demás que sus penas.

Vivir así podría parecer una montaña demasiado impracticable de escalar, imposible de coronar. Sin embargo, es posible porque los creyentes están sostenidos por el amor de Cristo, del que nada ni nadie podrá nunca separarlos (cf. Rm 8, 35).

«Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran».

Comentando esta frase de Pablo, Chiara Lubich escribió: «Para amar cristianamente hace falta “hacerse uno” con cada hermano […]; entrar lo más profundamente posible en el ánimo del otro; comprender de verdad sus problemas, sus necesidades; compartir sus sufrimientos y alegrías; inclinarse sobre el hermano; hacerse en cierto modo él, hacerse el otro. Esto es el cristianismo; Jesús se ha hecho hombre, se ha hecho hombre para hacernos a nosotros Dios; de ese modo el prójimo se siente comprendido, aliviado»[1].

Es una invitación a ponerse «en el pellejo del otro» como expresión concreta de una caridad verdadera. Quizá el amor de una madre sea el mejor ejemplo para ilustrar la práctica de esta Palabra: la madre sabe compartir la alegría con el hijo que goza y el llanto con el que sufre, sin juicios ni prejuicios.

«Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran».

Para vivir el amor con esta dimensión, sin cerrarnos en nuestras preocupaciones, en nuestros intereses o en nuestro mundo, hay un secreto: reforzar la unión con Dios, la relación con Aquel que es la fuente misma del Amor. Se dice que la copa de un árbol suele estar en proporción al diámetro de sus raíces. Así nos sucederá también a nosotros: si día a día hacemos crecer en profundidad nuestra relación con Dios, también en nosotros crecerá el deseo de compartir la alegría y llevar los pesos de quienes están a nuestro lado; nuestro corazón se abrirá y se hará cada vez más capaz de contener todo lo que vive en el momento presente el hermano que tenemos al lado. A su vez, el amor al hermano nos hará entrar aún más en la intimidad con Dios.

Viviendo así veremos un cambio en los lugares donde estamos, comenzando por las relaciones familiares, en la escuela, en el trabajo y en comunidad, y experimentaremos con gratitud que, más pronto o más tarde, el amor sincero y gratuito vuelve y se hace recíproco.

Esta es la fuerte experiencia de dos familias, una cristiana y una musulmana, que han compartido dificultades y momentos de esperanza. Cuando Ben cae gravemente enfermo, Tatiana y Paolo están en el hospital con su mujer, Basma, y sus dos hijos hasta el final. Aun en medio del dolor por haber perdido a su marido, Basma reza con sus amigos cristianos por otra persona gravemente enferma, con su esterilla dirigida a La Meca. Dice: «La alegría más grande es sentirse parte de un solo cuerpo donde cada uno tiene en el corazón el bien del otro».

LETIZIA MAGRI


[1] C. Lubich, El amor recíproco: núcleo fundamental de la espiritualidad de la unidad, congreso de los ortodoxos, Castel Gandolfo 30-3-1989, p. 4.

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