Esta vez, como he hecho en otras ocasiones, deseo comunicarles una experiencia personal, pequeña pero que ha hecho mella en mi alma, y espero que les sea útil también a ustedes.
En estos últimos meses el Señor nos ha permitido vivir momentos maravillosos. Ginebra, Barcelona y Madrid, Mumbai son ciudades que siguen despertando todavía en el alma asombro y gratitud y que nos han marcado a nosotros y a todo el Movimiento.
Y sin embargo, lo que debe dominar siempre en nuestro corazón es una realidad que vale más que cualquier otra cosa y que debemos mantener como base de cualquier experiencia, aunque sea extraordinaria.
Estos días he ojeado un libro que me han regalado; quizá también ustedes lo conozcan. Se llama Il segreto di Madre Teresa, de Calcuta, por supuesto. Lo abro por la mitad, donde habla de la «mística de la caridad». Leo este capítulo y otros. Me sumerjo con mucho interés en esas páginas: todo lo que se refiere a esta que pronto será santa me interesa personalmente. Durante años ha sido para mí una amiga muy valiosa.
Se me hace evidente, claramente, la radicalidad extrema de su vida, de su vocación totalitaria, que impresiona y casi asusta, pero sobre todo me empuja a imitarla en el compromiso específico, radical y totalitario que Dios me pide a mí. En efecto, cada carisma es una flor maravillosa, única, irrepetible y distinta de las demás, cosa que, por otro lado, también pensaba la Madre Teresa. Cuando coincidíamos me repetía: “Lo que yo hago, tú no puedes hacerlo. Lo que tú haces, yo no puedo hacerlo”.
Movida por esta convicción, tomo en mis manos nuestro Estatuto, convencida de que allí encontraré la medida y el tipo de radicalidad de vida que el Señor me pide a mí. Lo abro e inmediatamente, en la primera página, siento un pequeño sobresalto espiritual, como un descubrimiento de ese momento (¡y hace ya casi 60 años que lo conozco!). Se trata de la “norma de las normas, la premisa de cualquier otra regla” de mi vida y de nuestra vida: generar –así lo expresaba el papa Pablo VI– y mantener primero y ante todo a Jesús entre nosotros con el amor recíproco, también en las grandes empresas, incluso en los compromisos extraordinarios, incluso en los éxitos en favor del Reino.
Porque, como comprendo enseguida, ésta es la tarea mía y nuestra más importante, especialmente hoy: ser en la Iglesia una pequeña María, “una presencia y casi una prolongación de ella en la tierra”[1], por mi parte y con toda la Obra; ser otra María que ofrece Jesús al mundo.
Inmediatamente propongo vivir esta norma, empezando por mi focolar y por los que tengo más cerca. Pero ya lo sabemos: “El que esté sin pecado, que arroje la primera piedra”[2]. Tampoco en nuestra casa todo es siempre perfecto: una palabra de más, mía o de las otras, un silencio excesivo, algún juicio imprudente, un pequeño apego, algún sufrimiento mal soportado, cosas que sin duda hacen que Jesús se sienta incómodo entre nosotras, si no es que impiden su presencia.
Comprendo que debo ser yo la primera en dejarle espacio, allanándolo todo, colmándolo todo, sazonándolo todo con la máxima caridad; todo, en las demás y en mí, “soportando”, palabra que en general no usamos, pero que el apóstol Pablo aconseja mucho.
Soportar no es un tipo de caridad cualquiera. Es una caridad especial, la quintaesencia de la caridad.
Comienzo, y no me va mal, al contrario ¡funciona!
Otras veces había invitado inmediatamente a mis compañeras a hacer lo mismo. Ahora no. Siento el deber de poner ante todo de mi parte, y resulta. Y además me llena el corazón de felicidad, quizá porque de este modo Él vuelve a hacerse presente y se queda. A ellas se lo diré más tarde, pero sin dejar de sentir el deber de seguir comportándome así, como si estuviera sola.
Y siento una alegría rebosante cuando se me vienen las palabras de Jesús: “Misericordia quiero, y no sacrificio”[3]. ¡Misericordia! Esta es la caridad superfina que se nos pide y que vale más que el sacrificio, porque el sacrificio más bello es este amor que también sabe soportar, que sabe, si es necesario, perdonar y olvidar.
Para ser cada uno una pequeña María, para asegurar que esté Jesús en el mundo, hay que vivir la “premisa de cualquier otra regla”, en esa mutua continua caridad que florece en misericordia.
Esta es la radicalidad, esta es la entrega total que se le pide a nuestra vida. […]
Del pensamiento de la Conexión CH “Para ser una pequeña María”. Cf. C.LUBICH, Unidos hacia el Padre. Ciudad Nueva: Madrid 2005, pp 121-124
[1] OBRA DE MARÍA, Estatutos Generales, Roma 1990, art. 2.
[2] Jn 8, 7
[3] Mt 9, 13