“Poner el foco no en mis miedos, sino en el hermano que sufre”

 
Y de esa manera intentar aliviar a cada persona que se encuentra a lo largo del día. Charo cuenta cómo lo hace.

“Y llegó el mes de marzo. Un mes repleto de cosas interesantes: un curso en Berlín, una conferencia en Zaragoza, el simposio de alergia a medicamentos en Verona al que me hacía especial ilusión ir, la celebración del aniversario de Chiara en la Universidad de Salamanca,… y de repente irrumpió el coronavirus y todos estos planes y eventos eran suspendidos. Experimenté una gran pérdida.

Poco a poco el coronavirus se iba aproximando a nuestras vidas. Algunos pacientes empezaron a ser atendidos en el hospital donde trabajo. Siendo especialista no directamente implicado con el manejo de este tipo de pacientes, veía la enfermedad como espectadora. Los primeros periodistas y fotógrafos con sus cámaras preparadas al llegar a mi lugar de trabajo…

El hospital vivía un ritmo de transformación vertiginosa, el servicio de urgencias no daba abasto para recibir tal número de pacientes afectados por el coronavirus, cada día más plantas eran adaptadas para poder atender a estos pacientes,….compañeros eran contagiados y tenían que dejar de trabajar. Llegó el día en que nos dijeron desde la Dirección del Centro que necesitaban que nos incorporáramos a atender a estos pacientes.

En un principio el miedo al contagio de una enfermedad tan impredecible y a pesar de haberme ofrecido como voluntaria para empezar en el primer turno, me bloqueó. Recuerdo esa primera guardia en la sala de urgencias, en un espacio muy reducido y sin ventilación, el paciente sentado en una silla lo más alejada posible de la del médico con su mascarilla y sus guantes, uno tras otro, sin parar, con esa tos irritativa tan contagiosa, “póngase bien la mascarilla” y “no, el acompañante no puede pasar” eran unas palabras que repetía constantemente… Auténticos dramas familiares y sociales (varios familiares afectados y muy graves, algún fallecido sin haberse podido apenas despedir de él, la no posibilidad de aislamiento en domicilios con escasos recursos….) me sentí sobrepasada. Nueve horas sin parar ni para beber agua. Cuando regresé a casa y me preguntaron qué tal había ido, sólo lloraba y lloraba.

Una meditación de Chiara Lubich que hablaba de ‘dejar en el Padre todas nuestras preocupaciones’ me hizo mucho bien. De repente sentía ‘que era como si dejara a un lado una mochila pesada que hasta entonces llevaba a mi espalda (mis miedos, mis inseguridades pues llevaba sin hacer guardias más de treinta años, mis pérdidas…) y que a partir de ahora podía ir más ligera, más liviana.  Mi hija compuso una canción en esos días para una persona muy especial que decía: ‘Siempre en Dios, sí en cada momento, sí aunque haya duda,  siempre en los brazos del Padre, sí al amor’. Todo esto me ayudó a dar también mi ‘sí’ a Jesús y me permitió en las guardias sucesivas  ponerme en el lugar del paciente que tenía en frente y que sufría, verlo no como una amenaza por el peligro de contagio sino como a una persona que sufre y que quizás Jesús quería que yo estuviera allí para aliviar en la medida de lo posible su sufrimiento.

He intentado transmitir paz cuando entrevistaba al paciente. Lo primero preguntarle ‘cómo estaba’ pero no en un aspecto puramente médico. Transmitirles cercanía a pesar de las circunstancias, de la mascarilla y de la necesidad del alejamiento para prevenir el contagio. Intentar comprender la situación que estaban viviendo. Recuerdo una paciente de unos 40 años que al preguntarle si había tenido contacto con algún enfermo me comentó que su padre de 80 años había muerto hacía unos días y que una hermana tenía una neumonía grave y estaba ingresada. Le pregunté si su padre ya estaba previamente enfermo. Me dijo que no, que ‘estaba como un roble’ pero que le había pillado uno de los días álgido de máxima afluencia a los hospitales y había fallecido. Se le quebró la voz y lloramos juntas. Palabras de aliento: ‘te vamos a hacer unas pruebas, te pondremos tratamiento y verás cómo pronto estarás bien’.

Recuerdo también a una anciana que llegó con su maleta a la consulta. Era al tercer hospital al que acudía. Quería una opinión que la reconfortara y dejara tranquila. El no acabarse de sentir bien, los mensajes de sus hijos preocupados pero que la mareaban y desconcertaban y el miedo a contagiarle la enfermedad a su marido muy dependiente y enfermo, le tenían completamente angustiada. La escuché hasta el fondo olvidándome de la prisa, del riesgo aumentado al prolongarse su estancia en la consulta  y de que se acumularan los papeles de los pacientes por ver. La conforté, le haríamos también la prueba para saber si seguía siendo contagiosa o no a pesar de saltarme el protocolo. Me dio las gracias: ‘usted sí que me entiende’; y de nuevo las lágrimas corrieron por nuestras mejillas”. Charo

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