Los santos son grandes porque, habiendo visto en el Señor su propia grandeza, se juegan por Dios, como hijos suyos, todas sus cosas.
Dan sin pedir nada a cambio.
Dan la vida, el alma, la alegría, todo vínculo terreno, toda riqueza.
Libres y solos, lanzados al infinito, esperan que el Amor los introduzca en los Reinos eternos; pero, ya en esta vida, sienten llenarse el corazón de amor, del verdadero amor, del único amor que sacia, que consuela, de ese amor que rompe los párpados del alma y da lágrimas nuevas.
¡Ah! Ningún hombre sabe lo que es un santo.
Ha dado y ahora recibe; y un flujo continuo pasa entre Cielo y tierra, une la tierra al Cielo y fluye del abismo ebriedad única, linfa celestial, que no se detiene en el santo, sino que pasa sobre los cansados, los mortales, los ciegos y paralíticos del alma, y traspasa y rocía, alivia, atrae y salva.
Si quieres conocer el amor, pregúntaselo al santo.
Vandeleene, Michel: Chiara Lubich: La doctrina espiritual. Madrid: Ciudad Nueva, 2002, p. 168