“Me lo espero todo… porque he desposado a Dios”

 
El 7 de diciembre de 1943, Chiara Lubich se consagraba a Dios, iniciando así un nuevo camino en la Iglesia.

Chiara misma cuenta cómo fue y cómo Dios la fue preparando para este momento tan importante para ella y para tantos después. ¡Gracias Chiara!

De la entrevista de Luigi Bizzarri para el programa “Il mio Novecento” de RaiTre – 13 de agosto de 2003.

 

“En el año 1943, recuerdo que estábamos en casa con mi mamá, éramos más bien pobres porque mi papá no estaba de acuerdo con el fascismo, por eso teníamos sólo lo necesario, y todos los días teníamos que caminar dos kilómetros con una botella para ir a buscar la leche para la familia. Mi mamá no quería que yo me ocupara de estas tareas de la casa para que pudiera estudiar, en cambio mis hermanitas más chicas hacían estos trabajos de casa.

Era un día de invierno frío, frío, helado, y mamá le dijo a la más grandecita: “Ve a buscar la leche”. “Mamá, es imposible, con este frío, ¿cómo hago?”. “Entonces ve tú” le dijo a la más chica; “No, no, con este frío”. Entonces yo – también en este caso empujada por la idea de hacer un acto de amor – dije: “Mamá, esta vez voy yo”. Y mi mamá, como no tenía otra posibilidad, me mandó. Yo me encaminé hacia ese pueblito, a 2 km., que se llama “La Virgen Blanca”, y en mitad del camino sucedió algo especial, yo me detuve de golpe, sentía que algo estaba sucediendo… Tenía una impresión, no era una realidad, era una impresión, era como si el cielo se abriera y alguien me dijera (y yo enseguida entendí quién era) “Date toda a mí”. Y comprendí: Dios me llamaba, tenía sus planes sobre mí.

Entonces le escribí una carta a mi padre espiritual -después supe que era muy apasionada, muy encendida, ahora no la recuerdo-. En ese entonces, a las chicas les permitían consagrarse a Dios por algunos meses, después repetirlo, etc. En cambio mi padre espiritual se hizo aconsejar con otro sacerdote anciano, que le dijo. “Yo a esta chica le permitiría…la dejaría hacerlo enseguida para toda la vida”. Entonces me escribió diciendo: “Bien, lo hacemos; pero venga que tendré que interrogarla”. En este caso también se acostumbraba – estábamos a mitad del 900 – se acostumbraba a que el padre espiritual hiciera de abogado del diablo, y me interrogó sobre cosas fundamentales. Una de ellas fue la siguiente: “Mire, sus hermanas y su hermano se casarán, tendrán muchos hijos y usted se quedará sola”. Y yo le contesté: “Mientras  exista una Iglesia con un tabernáculo, con Cristo vivo, yo nunca estaré sola”. Tal vez fue ésta la respuesta que lo convenció, porque cerró el interrogatorio y me dijo, no sé si enseguida o más o menos: “Entonces hagamos todo el 7 de diciembre, la vigilia de la Inmaculada. Usted venga a las 6 de la mañana y podrá consagrarse a Dios”.

Volví a casa y por supuesto que no le dije nada a mi mamá, solamente le comenté que ese día tenía que ir a una ceremonia; me puse mi mejor vestido, pienso que era el mejor de los dos que tenía, porque éramos más bien pobres, como le dije, y fui. Llovía, había un temporal fortísimo… tanto es así que tenía que caminar con el paraguas abierto, hacia adelante, parecía que alguien me quería impedir… Pero no era así. Llegué al convento del padre, él me esperaba en la Iglesia; la iglesia estaba vacía, pero tenía todas las luces encendidas, y más allá de la balaustrada había preparado un reclinatorio donde yo tenía que arrodillarme para decirle a Dios, frente a la hostia santa, en la elevación, “soy toda tuya”. Y en el momento de dar este paso – yo tenía 23 años – me di cuenta de lo que estaba haciendo, es decir, que dejaba todo. Y tuve la impresión de que  había  un puente detrás de mí, y este puente se derrumbaba. Y recuerdo que me cayó una lágrima sobre el misal. Pero lo hice. Le dije a Jesús “Soy toda tuya”. Después terminó la Misa, volví a mi banco, y en ese momento no puedo describir la locura de amor que sentía: “Desposé a Dios, desposé a Dios, desposé a Dios” “Qué más puedo pedir? Me lo espero todo, me lo espero todo, porque he desposado a Dios”.

Recuerdo que regresé a casa, yo enseñaba a algunas chicas, daba lecciones de filosofía; a mi mamá no le dije nada, a mis padres, porque me daba cuenta de que no hubieran entendido, pero a mi amiga, con la cual compartíamos tantas cosas, yo me acuerdo que le enseñaba Kant y explicándole surgían luces maravillosas, que nos transportaban a la verdad absoluta, pero donde él no había llegado; yo me acuerdo que a ella le conté todo; y ante el crucifijo ornado con tres claveles rojos, comprados en el camino de regreso, le dije: “Esta fiesta es para Él, porque me doné completamente a Él”. Ella era una jovencita más bien… muy vivaz, llena de ideas… le gustaba el mundo, las cosas, pero quedó muy impresionada, y ha sido una de mis primeras compañeras.

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