Febrero 2022

 
«Al que venga a mí no lo echaré fuera» (Jn 6, 37)

Esta afirmación de Jesús forma parte de un diálogo con la muchedumbre, que lo busca después del milagro de los panes multiplicados en abundancia y pide un signo más para creer en Él.

Jesús revela que Él mismo es el signo del amor de Dios; es más, él es el Hijo que ha recibido del Padre la misión de acoger y llevar de nuevo a su casa a toda criatura, en particular a toda persona humana, creada a imagen de Él. Sí, porque el Padre mismo ha tomado ya la iniciativa y atrae a todos hacia Jesús (cf. Jn 6, 44), poniendo en el corazón de cada uno el deseo de una vida plena, es decir, de la comunión con Dios y con sus semejantes.

Así pues, Jesús no rechazará a nadie por muy lejos que pueda sentirse de Dios, porque esta es la voluntad del Padre: no perder a nadie.

«Al que venga a mí no lo echaré fuera».

Es en verdad una buena noticia: Dios ama a todos inmensamente; su ternura y su misericordia se dirigen a cada hombre y a cada mujer. Él es el Padre paciente y misericordioso que espera a cualquiera que se ponga en camino llevado por la voz interior.

Con frecuencia estamos enfermos de sospecha: ¿por qué Jesús querría acogerme? ¿Qué quiere de mí? En realidad Jesús solo nos pide que nos dejemos atraer por Él, que liberemos el corazón de todo lo que lo estorba para acoger con confianza su amor gratuito.

Pero es también una invitación que solicita nuestra responsabilidad. Pues si experimentamos tanta abundancia de ternura por parte de Jesús, nos sentiremos movidos también nosotros a acogerlo a Él en cada prójimo (cf. Mt 25, 45): hombre o mujer, joven o mayor, sano o enfermo, de nuestra cultura o de otra… Y no rechazaremos a nadie.

«Al que venga a mí no lo echaré fuera».

En Quebec (Canadá), una comunidad cristiana que vive la Palabra se esfuerza por acoger a muchas familias que llegan a su país desde distintas partes del mundo: Francia, Egipto, Siria, Líbano, Congo… A todos los acogen y los ayudan también en lo referente a la inserción. Lo cual significa responder a sus muchas preguntas, rellenar formularios en relación con el estatuto de refugiado o de residente, coordinarse con el colegio de los niños y acompañarlos a conocer su barrio. Es importante también inscribirse en clases de francés y buscar trabajo.

Escriben Guy y Micheline: «Una familia siria que llegó a Canadá huyendo de la guerra se encontró aquí con otra nada más llegar, estando aún muy desorientada. A través de las redes sociales activaron la solidaridad y muchos amigos le procuraron todo lo necesario: camas, sofás, mesas, sillas, vajilla, ropa, libros y juguetes para los niños, que otros niños de nuestras familias les regalaron espontáneamente, sensibilizados por sus padres. Han recibido más de lo que necesitaban, y han ayudado a su vez a otras familias pobres de su edificio. La Palabra de vida de aquel mes llegó muy a propósito: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

«Al que venga a mí no lo echaré fuera».

He aquí cómo podemos transformar en vida esta Palabra de Dios: dando testimonio de la cercanía del Padre ante cada prójimo, cada uno y como comunidad.

Nos ayuda esta meditación de Chiara Lubich sobre el amor en forma de misericordia. Este, escribe Chiara, es «[…] el amor que abre corazón y brazos a los miserables […], a los maltratados por la vida, a los pecadores arrepentidos. Un amor que sabe acoger al prójimo desviado –amigo, hermano o desconocido– y le perdona infinitas veces. […] Un amor que no mide y que no será medido. Es una caridad que florece más abundante, más universal y más concreta que la que el alma poseía antes. Y esta siente nacer en sí sentimientos semejantes a los de Jesús, y se da cuenta de que afloran a sus labios, para cada persona que encuentra, las divinas palabras: «Siento compasión de esta gente» (cf. Mt 15, 32). […] La misericordia es la última expresión de la caridad, la que la completa. Y la caridad supera al dolor, porque este es solo de esta vida, mientras que el amor perdura también en la otra. Dios prefiere la misericordia al sacrificio»[1].

LETIZIA MAGRI


[1] C. Lubich: «Cuando uno ha conocido el dolor». En: Meditaciones. Madrid: Ciudad Nueva, 1964, 200710, pp. 57-58.

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