Después de un período de enfermedad y de retiro en Suiza al inicio de los años Noventa, la existencia de Chiara Lubich conoce una aceleración fulgurante en su apertura hacia la sociedad y hacia los pueblos más lejanos. Segura de la plena inserción de la Obra en la Iglesia, da vida a un extraordinario período de diálogos, de viajes, de reconocimientos. Doctorados honoris causa, ciudadanías y premios en varios continentes (ver la “Cronología”) demostraron en qué medida su influencia ideal y concreta había llegado al ápice.

Entre otras cosas, se recuerda en estos años (1994-2004) la apertura y la consolidación de un profundo y vasto diálogo con fieles de grandes religiones, en especial orientales; el comienzo de una larga serie de ramificaciones del Movimiento aptas a profundizar el aporte del Carisma de la Unidad en varios ámbitos sociales (economía, política, comunicación, salud,…); el  inicio de una gran acción, ecuménica y política al mismo tiempo , “para volver a dar un alma a Europa”…

Pasado este largo período de viajes, fundaciones y cosecha de frutos, llega para Chiara la hora de la enfermedad. Los últimos tres años de la aventura terrena de Chiara Lubich son quizás los más difíciles de su existencia. Jesús Abandonado, su Esposo, se presenta a la cita “en forma solemne”. En una oscuridad en la que Dios parece haberse ocultado como el sol tras el horizonte. Sin embargo Chiara sigue amando, momento tras momento, hermano tras hermano. Continúa estando al servicio del “designio de Dios” sobre el Movimiento, siguiendo su desarrollo hasta sus últimos días, cuando, para su gran alegría, es aprobada por el Vaticano la naciente Universidad “Sophia”.

Uno solo ha sido y permanece su deseo: “Quisiera que la Obra de María, al final de los tiempos, cuando, compacta, esté a la espera de presentarse delante de Jesús abandonado-resucitado, pueda repetirle: «Ese día,  Dios mío, yo iré hacia ti… con mi sueño más loco: llevarte el mundo entre los brazos”. ¡Padre, que todos sean uno! ».

Chiara se apaga el 14 de marzo de 2008 poco después de las dos de la mañana. El último mes lo transcurre en el Policlínico Gemelli, en Roma. Estando allí se ocupa de la correspondencia y toma decisiones importantes para el Movimiento. Recibe también una carta del Papa que a menudo lee, recibiendo un gran consuelo.  El Patriarca ecuménico de Constantinopla Bartolomé I pasa a saludarla y a bendecirla.

En los últimos días expresa repetidamente el deseo de volver a casa. La complacen. Saluda personalmente a sus primeras compañeras, a sus primeros compañeros y a sus más estrechos colaboradores. Después, mientras se agrava, o dicho de otra manera, se consume, consume sus últimas energías, centenares de personas llegan a su casa y entran, una a una, en su habitación para verla, para darle un beso en la mano, para decirle todavía una sola palabra:  gracias, y así durante horas y horas. La conmoción es grande, pero más grande es la fe en el amor. Se canta el Magnificat por las grandes cosas que el Señor ha hecho en ella y se renueva el compromiso de vivir el Evangelio, es decir amar, como Chiara siempre hizo y enseñó.