Palabra de vida – Mayo de 2013

 
“Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante” (Lc, 6,38)

“Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida,
apretada, sacudida y desbordante”
(Lc, 6,38)*

¿Nunca te pasó que al recibir el regalo de un amigo sentiste la necesidad de retribuirlo? ¿Y de hacerlo no tanto para no quedar en deuda, sino por verdadero amor agradecido? Seguramente que sí.

Si algo semejante te sucede a ti, podrás imaginar lo que pasa con Dios, Dios que es amor.

Él retribuye siempre todo regalo que ofrecemos a nuestros prójimos en su nombre. Es una experiencia que conocen a menudo los verdaderos cristianos. Y cada vez sorprende. Jamás nos acostumbramos a la imaginación de Dios. Podría darte mil, diez mil ejemplos, podría escribir un libro. Verías qué verdadera es esa imagen de “una buena medida, apretada, sacudida y desbordante” que vuelca en nuestro regazo: representa la abundancia con la que Dios retribuye, su magnanimidad.

“Había ya caído la noche en Roma. En el oscuro departamento del focolar, un pequeño grupo de muchachas que querían vivir el Evangelio se deseaban las buenas noches. Y de repente sonó el timbre. ¿Quién podía ser a esa hora? Un hombre lleno de pánico se presentaba en la puerta, desesperado porque al día siguiente lo echarían de la casa, con su familia, por no haber podido pagar el alquiler. Las muchachas se miraron y con un mudo acuerdo abrieron el cajón donde, repartido en sobres diferentes, estaba lo que restaba de sus sueldos para pagar la cuenta del gas, del teléfono, de la luz. Le dieron todo el dinero a ese hombre, sin razonar. Esa noche durmieron felices. Algún otro se ocuparía de ellas. Pero antes del amanecer llamó el teléfono. ‘Estoy llegando con un taxi’, dijo la voz del hombre. Extrañadas por la elección de ese medio de transporte, las muchachas esperaron. La expresión del huésped decía que algo había cambiado: ‘Anoche, apenas vuelto a casa, me llamaron para entregarme una suma que nunca hubiera imaginado cobrar. Mi corazón me sugirió que les trajera la mitad de este dinero’. Era exactamente el doble de lo que le habíamos generosamente dado”.

¿Has vivido también tú experiencias similares? Si no te ha sucedido aún, debes recordar que la ayuda tienes que ofrecerla desinteresadamente, sin esperanza de que vuelva, y a todo el que te pide.

Prueba. Pero no tanto para ver los resultados, sino por amor a Dios.

Podrás decirme: “Pero si yo no tengo nada”.

No es verdad. De quererlo, contamos con tesoros inagotables: nuestro tiempo libre, nuestro corazón, nuestra sonrisa, nuestro consejo, nuestra cultura, nuestra paz, nuestra palabra para convencer a quien tiene que dé a quien no tiene…

O me dirás: “Pero no sé a quién dar”.

Mira a tu alrededor: ¿recuerdas a esa persona enferma que está internada, a esa señora viuda que está sola, a ese compañero que fue aplazado y está abatido, a ese joven desocupado siempre triste, a tu hermanito que necesita ayuda, a uno que está preso, a quien comenzó un nuevo trabajo y tiene dudas? En ellos está Cristo que te espera.

Tienes que asumir la conducta nueva del cristiano –de la que está impregnado el Evangelio– que es la de la anti cerrazón y la anti preocupación. Renuncia a poner tu seguridad en los bienes de la tierra y apóyate en Dios. Así se verá tu fe en él, pronto confirmada por el regalo que te volverá.

Está claro que Dios no se comporta así para que nos enriquezcamos. Lo hace para que otros, muchos otros, al ver los pequeños milagros que obtiene nuestro dar, hagan lo mismo.

Lo hace porque cuanto más tenemos, más podemos dar; para que –como verdaderos administradores de los bienes de Dios– hagamos circular cada cosa en la comunidad que nos rodea, y que se pueda decir como de la primera comunidad de Jerusalén: ninguno padecía necesidad (Hechos 4, 34).

¿Acaso no adviertes que así ayudas a darle un alma segura a la revolución social que el mundo espera?

“Den, y se les dará”. Ciertamente Jesús pensaba en primer lugar en la recompensa que obtendremos en el Paraíso, pero lo que sucede en esta tierra es ya preludio y garantía.

Chiara Lubich

 * Este texto fue publicado por primera vez en 1978