Palabra de vida – Febrero 2014

 
“Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios” (Mt 5,8)

“Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios”          (Mt 5,8)

La predicación de Jesús comienza con el sermón de la montaña. Frente al mar de Galilea, en una colina cercana a Cafarnaún, sentado tal como acostumbraban los maestros, Jesús anuncia a la multitud las bienaventuranzas. Varias veces en el Antiguo Testamento aparecía la palabra “bienaventurado” como un elogio a quien cumplía la Palabra del Señor.

Las bienaventuranzas de Jesús retomaban en parte las que sus discípulos ya conocían; pero era la primera vez que oían que los de corazón puro no solamente eran dignos de subir a la montaña del Señor, como canta el salmo (cf. 24,4), sino que podían ver a Dios. ¿De qué pureza tan alta se trataba para merecer tanto? Jesús lo explicaría a menudo a lo largo de su predicación. Tratemos, entonces, de seguirlo para abrevar en la fuente de la auténtica pureza.

Antes que nada, para Jesús hay un camino supremo de purificación: “Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié” (Juan 15,3). No son tanto los ejercicios rituales los que purifican el espíritu sino su Palabra. La de Jesús no es como las palabras humanas. En ella está presente Cristo, como en la Eucaristía. A través de la Palabra él entra en nosotros y, en la medida en que la dejamos actuar, nos libera del pecado y nos hace puros de corazón.

Por lo tanto la pureza es fruto de la Palabra vivida, de todas esas palabras de Jesús que nos liberan de los apegos, en los que indefectiblemente se cae cuando no se tiene el corazón puesto en Dios y en sus enseñanzas. Los apegos pueden referirse a las cosas, a las personas o a nosotros mismos. Pero cuando el corazón está centrado sólo en Dios, todo el resto desaparece.

Para alcanzar esta meta puede ser útil repetir durante el día la invocación del salmo que dice: “Señor, tú eres mi bien” (16,2). Tratemos de repetirlo a menudo, sobre todo cuando las tentaciones querrían arrastrar nuestro corazón hacia ciertas imágenes, sentimientos y pasiones que pueden ofuscar la visión del bien y quitarnos la libertad.

¿Nos sentimos llevados a mirar la publicidad callejera o a seguir determinados programas televisivos? Digamos: “Señor, tú eres mi único bien”, y será el primer paso para salir de nosotros mismos, volviendo a declararle a Dios nuestro amor. Así alcanzaremos la pureza.

¿Advertimos a veces que una persona o una actividad se interponen como obstáculo entre nosotros y Dios, contaminando la relación? Es el momento de repetir: “Señor, tú eres mi único bien”. Ello nos ayudará a purificar las intenciones y a encontrar la libertad interior.

La Palabra vivida nos hace libres y puros porque es amor. Con su fuego divino, es el amor lo que purifica las intenciones y la interioridad, porque para la Biblia el “corazón” es la sede más profunda de la inteligencia y la voluntad.

Pero hay un amor que Jesús nos pide y que nos permite vivir en la bienaventuranza. Se trata del amor recíproco, de quien está dispuesto a dar la vida por los demás a ejemplo de Jesús. Así se crea una corriente, un intercambio, una atmósfera cuya nota dominante es precisamente la transparencia, la pureza. La presencia de Dios es lo único que puede crear en nosotros un corazón puro (Salmo 51,12). Viviendo el amor recíproco conocemos los efectos de purificación y santificación de la Palabra.

El individuo aislado es incapaz de resistir durante mucho tiempo los requerimientos mundanos, pero en el amor recíproco encontramos el ambiente sano que protege la pureza y la auténtica existencia cristiana.

Y el fruto de esta pureza continuamente reconquistada es poder “ver” a Dios, comprender su acción en nuestra vida y en la historia, sentir su voz en el corazón, percibir su presencia donde está: en los pobres, en la Eucaristía, en la Palabra, en la comunión fraterna, en la Iglesia.

Se trata de sentir anticipadamente la presencia de Dios ya desde esta vida “caminando en la fe cuando todavía no vemos claramente” (cf. 2Cor 5,7), hasta que “lo veamos cara a cara” (cf. 1Cor 13,12).

Chiara Lubich

Publicación mensual del Movimiento de los Focolares
Foto de: Glenda Todica