Palabra de Vida – Agosto 2014

 
“Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán absueltos tus pecados” (Ecli. 28,2)

“Perdona el agravio a tu prójimo y entonces,
cuando ores, serán absueltos tus pecados”
(Ecli. 28,2)

Esta palabra de vida, extraída de uno de los libros del Antiguo Testamento, escrito entre los años 170 y 180 antes de Cristo, pertenece a Ben Sira, un sabio y escriba que ejercía su función de maestro en Jerusalén. Enseña un tema apreciado por toda la tradición sapiencial bíblica: Dios es misericordioso con los pecadores y debemos imitar su modo de actuar. El Señor perdona todas nuestras culpas porque “es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia” (cf Ecli.103,3-8). “Cierra los ojos para no ver más nuestros pecados” (cf Sap.11,23), “los olvida arrojándolos detrás de sus espaldas” (cf Is. 38,17). Destaca además Ben Sira que el Señor, conociendo nuestra pequeñez y miseria, “multiplica el perdón”. Dios perdona porque, como todo padre, como toda madre, quiere a sus hijos y por lo tanto los excusa siempre, cubre sus errores, les da confianza y los alienta sin cansarse jamás.

Al ser padre y madre, a Dios no le basta amar y perdonar a sus hijos e hijas. Su gran deseo es que ellos se traten como hermanos y hermanas, se lleven de acuerdo, se quieran, se amen. Porque la fraternidad universal es el gran proyecto de Dios con respecto a la humanidad. Una fraternidad más fuerte que las inevitables divisiones, tensiones, rencores que se insinúan con tanta facilidad, fruto de incomprensiones y errores.

A menudo las familias se fracturan porque no saben perdonar. Antiguos odios mantienen las divisiones entre parientes, entre grupos sociales, entre pueblos. Incluso algunos enseñan a no olvidar los daños sufridos, a cultivar sentimientos de venganza… Y un rencor sordo envenena el alma y corroe el corazón.

Hay quien piensa que perdonar es una debilidad. No, es la expresión de un coraje extremo, es amor verdadero, el más auténtico y desinteresado. “Si ustedes aman solamente a quienes los aman ¿qué recompensa merecen? –dice Jesús– eso lo saben hacer todos: Ustedes amen a sus enemigos” (cf Mt 5, 42- 47).

También a nosotros se nos pide, aprendiendo de Él, un amor de padre, de madre, un amor de misericordia hacia cuantos encontramos durante nuestra jornada, especialmente a quien se equivoca. Y a todos aquellos que están llamados a vivir una espiritualidad de comunión, o sea la espiritualidad cristiana, el Nuevo Testamento les pide aún más: “Perdónense mutuamente” (cf Col.3, 3). El amor recíproco exige casi un pacto entre nosotros: estar siempre dispuestos a perdonarnos unos a otros. Sólo así podremos contribuir a crear la fraternidad universal.

Esta frase de la Escritura no solamente nos invita a perdonar, sino que nos recuerda que el perdón es la condición necesaria para que también nosotros seamos perdonados. Dios nos escucha y nos perdona en la medida en que sabemos perdonar. Jesús mismo nos advierte: “Porque con el criterio con que ustedes juzguen se los juzgará y la medida con que midan se usará para ustedes” (Mt.7,2). “Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia” (Mt.5,7). Si el corazón está endurecido por el odio no es capaz de reconocer y de recibir el amor misericordioso de Dios.

¿Cómo vivir entonces esta Palabra de vida? Ciertamente perdonando inmediatamente si hubiera alguien con quien aún no nos hemos reconciliado. Pero esto no basta. Será necesario hurgar en los rincones más recónditos de nuestro corazón y eliminar la simple indiferencia, la falta de benevolencia, toda actitud de superioridad, de descuido hacia quien pase a nuestro lado.

Aún más, se requiere una tarea preventiva: cada mañana ver con una mirada nueva a los que encontramos en la familia, el trabajo… dispuestos a ignorar si algo nos molesta en sus modos de actuar, dispuestos a no juzgar, a darles confianza, a esperar siempre, a creer siempre. Acercarnos a cada persona con esta amnistía completa en el corazón, con este perdón universal: no recordar sus defectos, cubrirlo todo con el amor. Y a lo largo del día tratar de reparar una insolencia o un arranque de impaciencia, con un pedido de disculpas, un gesto amistoso. Ante una actitud de instintivo rechazo del otro esforzarnos por adoptar una actitud de aceptación plena, de misericordia sin límites, de completo perdón, de atención a sus necesidades.

Entonces, también nosotros al elevar la oración al Padre, sobre todo cuando pedimos perdón por nuestras equivocaciones, nos sentiremos escuchados en la petición. Podremos decir con plena confianza: “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”.

Chiara Lubich

 

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